A las 7 de la mañana nos despertó con golpes en la puerta, con alegría. «El desayuno está listo, ¡arriba!». Maldita sea, ¿por qué nos hace madrugar tanto este chico? pensaba yo acurrucado en la cama. Se había acabado Ramadán y Nurullah, después de ir a la mezquita a las 6 de la mañana, había comprado el pan y nos había preparado un desayuno típico del Mar Negro. Muhlama, una especie de fondue de queso. «Motivo suficiente y justificado» pensé poco después. El día antes habíamos llegado a su casa, por la noche, y ya nos estaba agasajando con esa hospitalidad turca (¿musulmana? ¿o simple hospitalidad hacia el foráneo, porque sí?) de la que habíamos gozado en tantas ocasiones ya en este viaje. Pero uno no se cansa, la verdad.
Hay muchos puntos en común entre los amigos que hemos ido haciendo a lo largo de la ruta gracias a Couchsurfing (esa web que pone en contacto a viajeros con gente local dispuesta a alojarles gratuitamente en su casa). Pero la diferencia más llamativa es que Nurullah, de apenas 22 años, estudiante de Ingeniería civil (la carrera de moda aquí, junto con arquitectura) era musulmán practicante y riguroso, frente al resto que iban desde ateos y agnósticos a musulmanes no practicantes o relajados en su entendimiento. El resto de cosas han sido comunes: gente jóven, con decente nivel de inglés (porque así lo buscábamos nosotros), con ganas de dar a conocer su país, su cultura, su idiosincrásia. Pero cada uno, un mundo en sí mismo. Un mundo en el que nos hemos introducido sin dificultad, con la facilidad de entrar en nuestra propia casa. Todos nos dicen lo mismo: «La hospitalidad forma parte de nuestra cultura«. Pues nosotros encantados, solo faltaría.
Los amigos que nos alojaron en Erzurum, la ciudad de la que veníamos, eran también estudiantes, y cerebritos. Yasemin, con apenas 18 años, se colgó la mochila a la espalda y recorrió Europa y América a dedo, durante 4 años, trabajando de voluntaria, viajando y aprendiendo español. E inglés, gracias al cual ahora tiene un trabajo: es profesora de este idioma. Sinan, su novio, es un estudiante de biología y un crack de la animación en 3D (y a eso se dedica profesionalmente), pero lo mismo te hablaba de la física cuántica (¿la materia sólida no existe?), que de la evolución humana (¿de verdad que los seres humanos éramos al principio hermafroditas?), de programación de ordenadores o de la comuna que quiere montar en el Mar Negro en unos años. Eran unos hippies en toda regla, viviendo en una casa vieja, pero vieja de verdad, rollo okupa, de tres pisos resistiendo el envite capitalista, rodeada de construcciones nuevas y brillantes. Eso sí, su casa era como un centro de alta tecnología: 3 ordenadores presidían la sala, como retablos de un templo. Hippies tecnológicos. Y detalles curiosos como el baño, que tenía una estufa, al igual que la sala y la cocina y no sin motivo: Erzurum es una de las ciudades más frías del país (-20º, -30º en invierno). Ah. Y cinco gatos, que lo mismo te cazaban un ratón, que un pájaro, que te despertaban a las 3 de la mañana jugando revolucionados entre ellos.
Con Hassan e Isa, en la ciudad de Sivas, descubrimos que no pasaba nada por no ser musulmán y cenar en las carpas que el ayuntamiento pone en las ciudades para que los musulmanes rompan el ayuno cada día. A lo largo del viaje queríamos haber ido a alguna (por eso de mezclarnos con la gente y vivir ese momento tan especial como es el Iftar y también por ser gratis, lo admitimos…) pero no las habíamos visto. Dio la casualidad de que estos chicos trabajaban en la carpa de esa ciudad, y el primer día nos invitaron a que fuéramos allí a cenar, rodeados de viejos, jóvenes, mujeres y hombres… A nadie le importaba, nadie preguntó si éramos musulmanes, si ayunábamos… No importaba tampoco el origen, todos son bien recibidos. «¿Españoles? Oh, bienvenidos, bienvenidos… -me decía el viejo sentado a mi lado- Mire, esta
señora también es extranjera, es de Afganistán» señalando a la mujer que había a su lado. Había afganos, pero también kirguises o uzbekos, estoy seguro por sus rasgos faciales… Eso sí, quedó patente que nosotros a lo largo del día sí que habíamos comido y bebido (al igual que nuestros amigos): la gente devoró en apenas 5 minutos toda la cena, cuando nosotros apenas habíamos empezado con la sopa. Repetimos dos noches la cena allí y luego paseamos con nuestros amigos, como el resto de la gente, comiendo helados, disfrutando de las calles cortadas, del fresco que hace por la noche… de la vida como un local. Esto es lo realmente bello de estas experiencias: poder vivir cada día que estás con ellos como si fueras un local. Acabas, incluso, bailando música como ellos (hay pruebas, pero el vídeo ha sido censurado por las autoridades turcas. Bueno, tal vez exagero).
Unos días antes habíamos estado en Amasya, una de las ciudades más interesantes de Turquía y, por su situación en mitad de ningún sitio, menos turísticas del país (al menos para los guiris). Casas otomanas preciosas sobre el río, jardines cuidados, mezquitas y bazares restaurados con pulcritud. Y calma, mucha calma, bajo los plátanos que daban sombra a lo largo de la calle principal, serpenteando a lo largo del río. Allí encontramos una nueva casa en la que alojarnos, la de Emel. Por desgracia (o no tanto, pues así acabas conociendo lo bonito y el feismo del país), estaba en la zona nueva de la ciudad, otro de esos grandes desarrollos urbanísticos en los que han plantado las casas y se han olvidado de tirar las calles (nota: es una licencia poética algo exagerada). Pero todo eso fue compensado por esta profesora de universidad, herpetóloga, que nos habló largo y tendido de un tema que nos apasiona (como ya sabéis): las ranas y otros anfibios. Su tesis en curso es sobre la medición de la edad de las ranas por el grosor de sus dedos: «Le corto uno, lo lamino y en el microscopio analizo su edad. Pero no les pasa nada, les vuelve a crecer» nos explicaba ante nuestras caras atónitas. Al estar de vacaciones y vivir sola nos regaló su tiempo y acompañó de paseos por la ciudad. Y, en lo que iba a ser una constante en las próximas semanas, no nos dejó pagar casi nada, casi ni los helados.
Esa es otra constante que hemos descubierto de este país: la hospitalidad llega a puntos excesivos en los que nos ha costado pagar algo, invitarles a algo como muestra de gratitud ante esa hospitalidad. Sí, mola que te inviten a comer y a cenar, pero a veces llega a unos grados que da apuro. Comentaba un chico alemán que conocimos que a él ni le dejaban comprarse los cigarrillos. Que se los pagaban. Sin llegar a esos extremos, nuestros amigos nos han agasajado con helados, desayunos infinitos, cenas, té, pipas… además de colchón y sábanas limpias. Y por supuesto, algo que no tiene precio: la experiencia de vivir con ellos, en ocasiones con su familia, con gente que nos ha tratado como amigos desde el primer día y que sin conocernos de nada nos ha metido en sus casas y mezclado con sus familias.
Como Burak en Capadocia, en el pueblecito de Üçhisar. Resultó que coincidimos con una visita sorpresa de su hermano desde Estambul y su hermana y una amiga (hijos e hijas incluidos), y desde el primer momento formamos parte de la familia. Se contaba con nosotros para comer, para cenar, para lo que fuera… La pena, como pasa en casi todo este país, es que salvo uno casi ninguno hablaba inglés, aunque aquellos dos días fueron un gran entrenamiento para los hijos que, como pasa en España, aprenden la gramática del inglés pero cuando toca hablarlo se bloquean. Más bien, paralizan. «How are you?» le preguntaba. «15 años» me respondía al principio… tremendo.
Acabo ya, constatando que cuanto más viajo, más lento lo hago. Y que son estas experiencias, estas conversaciones, estos paseos o juegos los que quedarán grabados en la memoria. Es la gente lo que importa, lo que hace un país. Sí, los monumentos son importantes, la historia, los museos o la comida también… y todas esas cosas. Pero cuando te tratan como nos están tratando en Turquía, uno se va del país queriendo volver. Y no son tantos los países que han provocado y provocan en mi este sentimiento. ¡Y menos cuando aún no me he ido!
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¡Qué maravillosas experiencias estáis teniendo! No tienen precio.
¡Besos a los dos!
Bueno… pues con esto y un bizcocho ya se termina de llenar el vaso de ganas de recorrer el país… Gracias malditos! A seguir disfrutando y contándolo para llenar todos los vasos viajeros
Me encanta, Pablo. Sencillamente me encanta el relato. Me dan unas ganas de volver a cargar la mochila sobre mis hombros y seguir viajando… ¡Disfrutad y seguid contándonos!
Un abrazo,
Pepe
Cuánta razón tienes con ese comentario: «Es la gente lo que importa, lo que hace un país.» Los españoles, y mediterráneos en general, tenemos la idea de que somos bastante abiertos y amigables, pero, cuando visitas otros lugares te das cuenta de que nuestra idea es errónea. Puede que frente a países cercanos seamos un poco más amigables, pero estamos a años luz de otra gente.
Lo que comentas de querer volver a un país antes incluso de haber salido ya sabes que nosotros lo vivimos también, por el mismo motivo, en Brasil. Tendremos que hacer un cambio Turquía nosotros y Brasil vosotros para disfrutar de esa otra hospitalidad de verdad.