Sentada en un salón de bodas, con mi bandeja de corchopán donde se empezaba a enfriar el rancho, miraba a mi alrededor tratando de comprender cómo funcionaba la etiqueta local. Los novios no habían llegado y muchos de los invitados ya habían acabado con la sopa, la carne con patatas, el ayran (bebida de yogur con agua y un poco de sal) y el postre. Esperaba que los recién casados aparecieran, después de su boda religiosa y la visita a los abuelos de la novia. Pero pronto me di cuenta de que el protocolo es diferente y que eso de esperar a comer cuando todos los de la mesa están servidos o a que los novios estén presentes aquí no se lleva. Apliqué el «donde fueres haz lo que vieres» y, antes de que se enfriase, me zampé la comida, que estaba más rica de lo que su aspecto anunciaba.
Era mi primera boda turca y la excusa perfecta para venir a descubrir este país. Volvía por quinta vez a Turquía y esta vez visitaría algo más que Estambul. La boda era en Biga, una pequeña ciudad de la provincia de Çanakkale, de donde procede la novia. Y allá que fuimos, dos días antes de la boda, cruzando el Mar de Mármara en barco. Me encanta Estambul, ciudad que siempre me sorprende y de la que siempre disfruto, pero me apetecía mucho ver qué hay más allá. Salir de ella en barco y ver su perfil desde el agua me pareció la mejor manera de despedirme de la ciudad. Y eso que los barcos siempre me producen cierta melancolía.
El día antes de la boda Pablo y yo fuimos invitados a la presentación formal de las dos familias, que aún no se conocían (la familia de él es estadounidense y la de ella, turca). Allí estábamos, todos un poco apretados ocupando los tres sofás que enmarcaban el salón y mirando la vitrina llena de fotos familiares, los tapetes con puntillas sobre todos los muebles y los cuadros de flores que adornaban las paredes, mientras sonreíamos sin saber muy bien qué hacer. La formalidad duró poco; una vez roto el hielo, y gracias a los traductores (la familia de la novia solo habla turco y la del novio, inglés), el salón de la casa se llenó de risas y gestos cómicos para subrayar lo que cada uno pretendía expresar.
La etiqueta turca marcaba que en tan señalada ocasión nos tenían que dar de cenar. Que fueran solo las cinco de la tarde era lo de menos. Así que, junto a la familia del novio, porque la de la novia no se debe sentar en la mesa, fuimos cebados agasajados a base de comida deliciosa pero que nos costaba hacer bajar, todavía estábamos haciendo la digestión del almuerzo. Toma choque cultural. Todos los de la mesa pensábamos «qué incómodo, nosotros cenando y los anfitriones mirando», pero cuando eres el de fuera, te tienes que adaptar. Y eso hicimos, acabar con toda la comida sin perder la sonrisa y elogiando con justicia a la cocinera mientras la familia de la novia nos miraba masticar y sonreía asientiendo con la cabeza.
El día siguiente era el gran día. Por la mañana nos llevaron a todas las mujeres a la peluquería. A una peluquería turca para que nos dejaran a la altura de la ocasión. Qué miedo. Estuve a punto de escaquearme, pero tampoco quería forzar la situación y, pensé, «esto también es parte de la experiencia». Conseguí salir de allí casi ilesa: me fui el pelo en forma de casco con mucho volumen conseguido a base de rociarme con bien de laca y una línea negra de un centímetro sobre el ojo. Tendríais que haber visto cómo dejaron a otras que no gesticularon tanto como yo…
Lo siguiente era la sesión de fotos. Las hacen antes de la boda en vez de después; aquí no hay esa tradición de no ver el vestido de la novia hasta el momento de la boda. Los novios y los amigos nos subimos en un par de minibuses decorados con toallas (sí, toallas bordadas) en los retrovisores y fuimos a un pueblo buscando escenarios evocadores. Nada de fotos miraos-a-los-ojos-con-cara-de-amor; a instancias de los novios las fotos fueron poco convencionales y muy cachondas. Y los amigos formaremos parte de su álbum.
Pero las bodas turcas también tienen su parte de teatro, como en todos sitios. Tras la sesión de fotos, la novia espera en casa de sus padres. El novio llega con sus testigos y llama a la puerta. La familia no abre. Él insiste y ellos desde dentro de la casa le preguntan que cuánto oro les va a dar por ella. Este tira y afloja puede ser más o menos largo e incluso acabar con que el pretendiente tire la puerta abajo. No fue el caso, el «venga, no hagáis esto muy largo» funcionó como un «ábrete sésamo». Dentro no pudimos estar, solo asiste la familia más directa y los testigos. Nos perdimos la ceremonia en la que el imán los casa formalmente (pero sin validez legal) después de que el novio prepare una tortilla como símbolo de que puede cuidar de su esposa.
Así que, después de eso, allí estábamos los invitados, en un banquete comiendo sin los novios. Cuando por fin llegaron, todo el mundo había acabado. Y nada de sentarlos en la mesa con la familia, no. Los sentaron en medio de lo que parecía una pista de baile de suelo blanco, en dos sillas tapizadas de blanco, frente a una mesa blanca, con un centro floral blanco, Cenaron mientras todos los mirábamos y los guiris nos preguntábamos qué vendría a continuación. La respuesta llegó pronto: cuando terminaron de cenar tuvo lugar la boda civil. Porque aquí se hacen las dos, la religiosa y la civil. A pesar de que era en turco, intuyo que no fue muy diferente de una boda civil en España. Lo que sí manda la tradición es que, una vez casados, la novia pise al novio para que él tenga claro quién manda… Ah, y nada de besos, que eso está muy mal visto.
La mejor parte de la boda es cuando todo el mundo hace una fila y, cuando le llega el turno, coloca una moneda de oro (normalmente de un gramo) en unas cintas que les cuelgan de cuello a los novios. Las pulseras, las cadenas de oro y los billetes también valen. El «vale por un kilo de jamón y chorizo del bueno» que les colgamos nosotros de la cinta también fue aceptado con gusto. La familia turca no llegó a enterarse de qué era ese papel. Mejor. Después de esto normalmente habría música y baile, pero la novia se empeñó en que no quería, así que la boda se dio por zanjada y los jóvenes (venidos de Irlanda, España y Estambul) nos fuimos a tomar unas cervezas a uno de los pocos bares de Biga con licencia para vender alcohol. Y yo fui a quitarme esa laca que me estaba matando.
¿Y nos dejas sin ver las fotos de tu «espectacular» peinado? ¡No es justo! 😉
Es curioso asistir a bodas en países ajenos al nuestro; las tradiciones son completamente diferentes y eso enriquece el viaje. He asistido a algunas en Uzbekistán, Irán, RDCongo… y disfruté tanto como tú.
¡Un beso!
Mi peinado sale en la foto de grupo (soy la cuarta por la derecha) 😉
Como dices, las bodas son una gran ocasión para conocer otras tradiciones. En eso (también) tienes mucha más experiencia que yo.
¡Un beso grande!