Llegamos a Benguela a media mañana. Nos encantó: es bonita, cuidada, con edificios coloniales, plazas, árboles… por lo menos su parte más céntrica. Teníamos la suerte de que íba a alojarnos Camil, un chico francés con el que habíamos contactado a través de internet pero al llegar ala ciudad resultó imposible contactar con él. Tuvimos que buscar dónde dormir (visto, sobre todo, que aquí no había estación de autobuses como en Lubango, sino que era un simple descampado polvoriento). Sabíamos que el alojamiento iba a resultar más caro aun que en Lubango, pero alucinamos con la realidad. Vimos dos o tres sitios. El andrajoso, a 50$. Los hostales más decentes, unos desorbitados 100$… algo que no nos podíamos permitir. Y entonces apareció Sofia, nuestra hada madrina. «Españoles y portugueses somos hermanos en el extranjero» y nos invitó a quedarnos en su casa un par de noches. No solo eso, también cuidó de nosotros y nos preparó muamba de galinha, un típico guiso angoleño, y gracias a ella conocimos mejor la vida de expatriados y angoleños de origen portugués en el país.
En esta ciudad también conocimos a Yolanda y Patricia, de una ONG española que trabaja en el campo del VIH, apoyando la prevención (facilitando condones a quien los necesite y haciendo análisis gratuitos de sangre) y la información y sensibilización (a través de programas de radio). Aquí el SIDA no es el problema que sí es en otros países en los que hemos estado (por ejemplo Botsuana, con tasas de infección de más del 20% de la población), según dicen, porque la guerra aisló y convulsionó tanto el país durante casi tres décadas que el SIDA no se extendió tanto. Ahora se trabaja para que no se vaya en la dirección de otros países vecinos. Uno de los primeros pasos, saber quién está contagiado y quién no. En todas las mujeres embarazadas se hace la prueba. Uno de los mayores problemas, los hombres: no tantos como sería deseable acuden a los centros a analizarse.
No era raro en un lugar donde los extrajeros destacan y escasean, Yolanda y Patricia conocían a Camil, el francés con el que ibamos a alojarnos, así que nos dieron su contacto y comimos con él. Da gusto conocer gente interesante y tan generosa que te ofrece su casa sin conocerte de nada.
Disfrutamos mucho de Benguela, sobre todo viniendo de Namibia y Sudáfrica. En esta ciudad había plazas, gente paseando, charlando y tomando birras en la calle. Nos impresionó ver gente que va andando a los sitios, también por la noche, con tranquiliad y seguridad, no ser nosotros los blancos raritos que caminan ¡Qué diferencia con esos países! Estábamos realmente a gusto, seguramente porque esperábamos algo muy diferente. Hablábamos con todo el mundo, con conductores, con transeuntes, con vendedores, con cualquier persona con la que nos cruzábamos… inventando el portugués con alegría. ¡Comunicarse es fácil cuando ambas partes quieren! Nos sentimos en todo momento muy bien recibidos, tanto, que nos alegrábamos muchísimo de haber insistido con el visado, aunque nos hubiera costado un ojo de la cara…
Con el visado de turismo de Angola de una semana (nos caducaba el sábado, tendríamos que renovarlo) y otras gestiones en mente (como obtener el visado para visitar Santo Tomé y Príncipe) nos teníamos que ir a Luanda, la capital, antes de lo deseado. Como siempre en bus y esta vez sí, buenas carreteras, atravesando paisajes secos, de árboles sin hojas, agostados. Tan solo alrededor de los ríos, que teñían de verde el paisaje, surgían cultivos y, con ellos, gentes, pueblos y mercados. Y, por supuesto, paradas para aprovisionarnos de los productos que fueran típicos de cada localidad.
En nueve horas llegamos al atasco permanente que es la capital. Una ciudad en la que conviven la miseria y la opulencia con sorprendente naturalidad: musekes por todas partes, rodeando chalés, el palacio presidencial y los nuevos y modernos rascacielos. No se tarda en ver el gran problema de basura y aguas fecales que tiene la ciudad y que durante cuatro días no dejó de sorprendernos. Nos pasamos casi tantas horas atascados como andando por la ciudad: está toda en obras. Luanda es la máxima expresión de lo que sucede en Angola: descubrieron petróleo y diamantes y de repente unos cuantos se han dado cuenta de que pueden ganar mucho dinero y gastarlo a manos llenas. Se ven por todos lados cochazos, relojes de oro de infarto y villas descomunales. Y, también, mucho chino: donde hay negocio, están ellos. Necesitan el petróleo y China lo compra construyendo edificios, según nos han dicho, usando como mano de obra a presos chinos para abaratar los costes. Toma ya.
Nuevamente la suerte estaba con nosotros: conocíamos a Rosa, amiga de un amigo, y ella nos brindó casa y apoyo espiritual y logístico (coche y chófer incluido). Pero no solo eso: si no es por ella, que desde el primer día de nuestro viaje se ofreció a escribir la carta de invitación que todos los consulados de Angola nos exigían, no hubiéramos podido obtener el visado ni haber visitado el país. Más no podíamos pedir.
De los cuatro días que estuvimos en Luanda, nos pasamos dos de gestiones: que si el visado de Sao Tomé, que si la renovación (o no) del visado de Angola, que si confirmar vuelo de salida del país… todo aparentemente muy sencillo, pero entre los atascos, las colas y demás visicitudes el tiempo en esta ciudad se escapa. Logramos todo eso y mucho más, sin duda, gracias a la ayuda de Rosa y Pedro que se volcaron con nosotros en todo momento. Creamos una especie de grupo de operaciones y estrategia y cada mañana, en el atasco, camino al centro en su coche, discutíamos las diferentes opciones en relación con las gestiones y qué sería lo más conveniente…
El resto fue disfrutar; charlando largo y tendido con Rosa con birras Cuca; una noche de la música y comida de Cabo Verde; otra, del lomo y jamón que aún le quedaba a Marisol; otra, celebrando el cumpleaños de Itziar con Ribeiro, queso manchego y arroz luandés (o cómo hacer una paella con arroz largo).
Nos íbamos el lunes hacia Sao Tomé con ganas de más Angola, diez días de viaje nos sabían a poco. Pero el visado, la necesidad de transporte privado para acceder a algunos lugares interesantes y sobre todo el alto coste de la vida nos forzaban a dejar el país. Sobre todo habíamos disfrutado de la gente: todo el mundo se ha desvivido por nosotros. En los candongueiros, los taxis compartidos, la gente nos guiaba; en la calle, al pedir indicaciones, nos acompañaban hasta que estaban seguros de que estuviéramos en el buen camino; en general todo ha sido buen rollo y ganas de conocer cosas de nosotros y nuestras vidas, sin pedir nada más que lo que ellos mismos ofrecían. En Angola constatamos que, como ocurre muchas veces, el sabor de un país no solo lo da el paisaje o los monumentos, sino la gente que encuentras en el camino. Hasta la próxima, Angola.