Entramos en el país con el corazón en un puño. Con el culo bien apretado y la mirada baja. Pero la rapidez del control de inmigración (solo nos hicieron esperar quince minutos mientras el policía iba a preguntar a un superior qué hacer con nosotros) nos sorprendió y cuando estamparon el sello con la fecha de entrada en el pasaporte, empezamos a respirar con calma. Todo en orden. Además, nos abrieron las mochilas pero solo miraron por encima su contenido. Nadie pidió nada. Y a la salida, preocupados por el cambio de dinero, descubrimos varios cajeros automáticos encantados de saludar a nuestra tarjeta VISA.
La frontera era un hervidero de gente. De repente, pasamos de un país despoblado a uno con gente por todos lados. Y, además, podíamos entender lo que hablaban entre ellos sin demasiada dificultad: el portugués de aquí es como el de Brasil, suave, dulce, vocalizado.
Aun acojonados ante lo que pensábamos que teníamos por delante (controles policiales, tensión en el ambiente, delincuencia, costes altísimos…) decidimos hacer autoestop. Era más necesario que nunca aplicar el PRG (Plan de Reducción de Gastos) en uno de países más caros del continente. La guía estima el gasto medio en más de 150 dólares al día por persona, algo inasumible para África de cabo a rabo. Así que nos pusimos manos a la obra recortando gastos.
Los primeros 90 kilómetros fueron gratis. Un flamante 4×4 negro, ocupado por tres policías, paró para llevarnos. Imaginaos nuestra sorpresa al enterarnos de su oficio… Bebiendo cerveza y conduciendo a 140 km/h pasaron rápidamente los kilómetros hasta Xangongo, mientras nos distraíamos buscando esqueletos de camiones y tanques, vestigios de la guerra, a lo largo de la carretera.
Nos depositaron en aquel pueblacho, en su polvorienta estación. La gente nos miraba con curiosidad. Pero nos sorprendió el buen rollo y la tranquilidad de todo el mundo. El conductor del taxi compartido que nos llevó hasta Lubango, tras nuestras cuatro horas de espera e infructuoso autoestop, lejos de intentar timarnos nos hizo un descuento especial. Acabamos pagando menos que los locales por un trayecto de siete horas entre enormes baobabs, por una carretera destrozada e impecablemente asfaltada a partes iguales.
Llegamos a Lubango de noche. A las 11. En Namibia no hubiera habido nadie en la calle. Aquí se veían coches, gente, ambiente. Quisimos ahorrarnos el buscar un hostal a esas horas y, también, el puñado de dólares que seguro que nos costaría. Así que tras pedirle al conductor quedarnos a dormir con él en su furgoneta (no se opuso, pero nos dijo que debía partir a las 2 de la mañana) nos sugirió dormir en la estación de autobuses. Así que tras unos segundos de dudas, por lo poco habitual de la propuesta, eso hicimos, nos tiramos sobre nuestros aislantes en el suelo de la estación, junto a decenas de personas que dormían tirados en la explanada con mantas y sus bártulos, esperando a coger el primer autobús de la mañana. Eso no solo era gratis, sino seguro: varios guardias con metralletas montaban guardia. Y al amanecer fliparon tanto como nosotros.
Dormir una noche en la estación, como experiencia, estuvo bien. Pero al día siguiente nos buscamos una pensión. No eran caras, eran carísimas ($60 sin baño), sobre todo por las escasas comodidades que ofrecían a cambio. Pero una de ellas tenía jardín y el encargado nos dejó acampar en él y, para nuestra sorpresa, no solo no nos quiso cobrar nada sino que incluso nos ofreció el cuarto de servicio para que nos duchásemos. Imaginaos la mala pinta que nos debió de ver…
Nos fuimos a explorar Lubango, ciudad arropada por montañas y adornada con árboles en flor. Era domingo, día de misa y entramos en la iglesia de las santas penúltimas horas de los últimos días o algo por el estilo, a refugiarnos del calor de la calle y a escuchar cómo cantaban. Y cantaban bien. Cuando nuestros corazones ya vibraban de alegría con la palabra del Señor, nos fuimos a comer al peso: tantos gramos, tanto pagas. Y de postre, una sandía local, de la tierra, cuyo sabor nos decepcionó pero su frescura nos alegró la tarde.
La alegría nos duró hasta que salimos del centro, donde todo es «museke», zona chabolista de casas de ladrillo malucón con techo de uralita. Y mucha basura, mucha agua estancada en la que flotan botellas de plástico y restos de bolsas, latas y cartones. Las condiciones de vida son duras, muchas viviendas no tienen electricidad ni agua corriente, tienen que ir a buscar el agua a los pozos, de donde la extraen con bombas manuales. Vimos muchos niños caminando con una silla a cuestas: deben llevar su propia silla a la escuela. Eso sí, tienen escuelas públicas gratuitas.
Al día siguiente, nos íbamos a Benguela en un autobús amplio, cómodo, con asientos numerados… para subir al cual vimos, por primera vez en cinco meses, ¡que se formaba una cola! Este país nos sorprendía a cada momento. Allá íbamos, por una carretera que de vez en cuando se convertía en una pista polvorienta, antes de volver a ser de asfalto. Perdimos la cuenta de la cantidad de paradas a lo largo del trayecto: todo el mundo aprovechaba para hacer la compra en pequeños pueblos. Al cabo de unas horas, el autobús estaba repleto de repollos, cebollas, zanahorias, lechugas, pescado seco… todo más barato que en las ciudades. Sin contar todas las cosas que compraban para ir comiendo (pollo frito, refrescos, fruta…), que lograron que nos pareciera estar en una casa de comidas. Para que os hagáis una idea, una pata de pollo frito (sin mucha carne y más bien correosa) nos costó 2 dólares.
Y atravesando pueblos salpicados de casas de adobe con techo de ramas, donde no ha llegado, ni llegará la electricidad en tiempo, llegamos a Benguela.
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Me alegro de que saliera bien ¿qué opcion elgisteis?.
Veo que estais en Santo Tomé, tengo curiosidad por qué contais de ahí.
Animo y suerte