Ruta por: Gilgit, Darkot, Phander, Shandur Pass, Mastuj
1 de septiembre de 2022:
Ayer no esperaba acabar durmiendo en una comisaría, pero las cosas salieron raras.
Y eso que empezaron bien.
Salí de Gilgit dirección oeste, para adentrarme en el Hindu Kush, la cordillera que vertebra el noroeste de este país y Afganistán.
Un viaje de varios días por una carretera decente entre montañas yermas, sin vegetación alguna al principio, y que prometía aventura.
A los 10 kilómetros paré a ver un Buddha precioso, tallado desde el siglo VIII en lo alto de una colina. Allí me invitó a un té un tipo que trabaja para la OMS, que me confirmó que la fiebre tifoidea es una de las enfermedades prevalentes entre la población local. Genial.
Avanzo y poco a poco aparece la vegetación y, con ella, poblaciones agrícolas. Paro en un restaurante a pie de carretera, como hacen las furgonetas de transporte público. Mucha gente, buena comida, no falla. Garbanzos con pan recién hecho. Junto a mi mesa en el arbolado jardín, varias esterillas conforman una informal mezquita al aire libre.
El camino se va poniendo más bonito a medida que el sol tardea. Los colores explotan y las montañas se tiñen de ocres. Para mí, ha sido un día tranquilo y algo solitario, de conducción, de contaminación del precioso valle.
Y cuando anochece decido acampar, pero cerca de un pueblo, para así poder acercarme con la moto y cenar. Busco un rincón precioso, oculto, bajo un árbol y monto el campamento.

Pero ya entrada la noche, estando en la tienda, unas luces se me acercan. Me acojono un poco. ¿Quién coño me ha encontrado? ¿Qué querrán?
Abro la tienda hablando en inglés. Me responden. Es la policía. Quieren saber qué hago ahí. Al tomar una curva uno de los relfectantes de mi moto delató la posición. Increíble que lo vieran, pero no me quieren dejar dormir ahí.
«No hay ningún peligro, pero preferimos que vengas a la comisaría y pongas ahí tu tienda» me dicen. No discuto.
Acabo acampando junto al calabozo. Me dan de cenar, arroz briyani con ternera. Y a la mañana siguiente de desayunar.
«Solo queríamos asegurarnos de que estuvieras bien y seguro» me dicen al despedirme. Cumplieron su objetivo, pero yo me quedé chafado de no poder acampar, después de tantos días, en plena naturaleza. Lo intentaré hoy.
Y lo de la policía ¿os ha pasado algo parecido, que de querer protegeros os fastidian el plan?


Día 2 de septiembre:
«No. En el pueblo no hay restaurante ni hotel» me dijo en buen inglés un chico que estaba sentado junto al control de entrada.
Y justo, cuando le iba a preguntar que dónde podía acampar y hacerme unos tallarines, me dijo que fuera a su casa, a comer. Y a dormir, claro. La hospitalidad aquí es completa.
Estaba en un punto sin salida. Me había adentrado 50 kilómetros por el valle de Yasin, hasta Darkot, el último pueblo antes de Afganistán, donde acaba la carretera.
Bueno, carretera era un decir. Los últimos 10 kilómetros fueron una dolorosa pista, destrozada por las recientes lluvias. Crucé ríos de un palmo o dos de profundidad. Puentes improvisados. Zonas embarradas donde la moto patinaba como si tuviera vida propia. Y mucha roca suelta, que hizo que al llegar a Darkot desistiera del plan de ir y volver en el día. Estaba machacado con tanto bote.
Desde luego, Darkot y el valle, rodeado de algún pico de 6.000 metros, merecía que me quedara al menos esa tarde.

Así que acepté y me fui a comer a casa de Shah Farman. Luego salimos a conocer el pueblo, donde todo el mundo cosechaba el trigo con rapidez. Luego nos acercamos a los glaciares de la zona, y me quedé con ganas de tener más tiempo para conocer unas aguas termales o subir a un paso de montaña desde el que ver Afganistán.
Al anochecer una humilde pero sabrosa cena esperaba. Arroz y curry de patata, con chapati. Comimos acompañados por el padre, solo los hombres de la casa, en una pequeña habitación separada de la casa, en la que luego dormimos a pierna suelta.
Qué día más inesperado y bonito había sido. Uno de esos que estoy seguro que no voy a olvidar.


Día 4 de septiembre:
Estoy reventado. Ha sido, de largo, el día más duro y exigente.
Tal vez, si eres motero, sería uno de esos días con los que sueñas. Circular por una pista remota, con paisajes increíbles, zonas técnicas, con roca y baches por doquier, cruce de ríos, barro… durante casi 90 kilómetros. Una aventura en toda regla.
Pero para mí aquello fue un suplicio, la verdad. Uno de esos días para los que, aunque sepas que será duro, no estás preparado. Porque desde el kilómetro 1 fue una prueba off-road, si se dice así.
Por si fuera poco, en mitad del recorrido, con la población más cercana a 15 kilómetros, me quedé sin gasolina. Suerte que, nuevamente, apenas un minuto después de quedarme tirado apareció una motillo y una furgoneta a los que paré. Mis ángeles de la guarda.
«Aún tienes un poco, en la reserva, pero te acompañamos por si te quedas tirado» me dijeron. Claro que cuando vieron el ritmo al que conducía cambiaron de opinión: me echaron un litro de su gasolina, lo que necesitaba hasta la gasolinera más cercana, y siguieron a su velocidad ultrasónica, levantando polvo con alegría.

El ascenso al paso de Shandur fue bonito, aunque mi vista estaba en la pista. Valle ancho, con rebaños de yaks y montañas nevadas en el horizonte. Parecía Kirguistán.
Pero el descenso fue brutal. Brutal de duro. Es verdad que el valle, de pequeños poblados rodeados de verde, con montañas rojizas a su alrededor, era precioso. Pero mi cuerpo empezó a notar la tensión de tanto bache, polvo y kilómetros, y dejé de disfrutar. Ya solo quería llegar a Mastuj, a la gasolinera, y encontrar un hotel donde tirarme a dormir.
Llegué, feliz, lo conseguí. Y sin matarme en el camino, que siempre es lo que más me preocupa. Pero estaba tan reventado que fui incapaz de recorrer los 10 kilómetros que quedaban hasta el pueblo donde un amigo de un amigo me esperaba. Estaba agotado, física, y a esas alturas, también mentalmente.
Acababa la etapa más dura del viaje. Una de esas para no olvidar… ni repetir. Avisados estáis para cuando vengáis por aquí. 😉

