No, no se asusten: Georgia no me parece un buen lugar para morir. En realidad, casi ningún país me lo parece, si se trata de palmarla apachurrados en un accidente de coche. Pero cada vez que nos hemos subido en un vehículo en este país me he acordado del título del libro que ahora estoy leyendo (Un buen lugar para morir. Historias del Cáucaso. Jagielski, W. 1ª ed digital: 2010, Random House Mondadori).
Yo no se si los conductores piensan lo mismo o no, pero conducen como si no les importara diñarla en la siguiente curva. Cada vez que subimos a un coche o furgoneta, yo, que no soy de mucho rezar, solo espero que la virgen o los santos a los que se encomiendan todos los conductores cada vez que pasan por una iglesia o por una cruz (santiguándose con la mano derecha y con mucha calma, mientras conducen), les escuchen alto y claro. Con todo he (hemos) pasado miedo, de verdad, varias veces. Miedo del de desear abrir los ojos y que se trate de un mal sueño. Del de recordarnos lo mucho que nos hemos querido hasta ese trayecto. Miedo del de parar al coche y decirle «déjanos aquí y mátate tú solito». Pero con todo, hay que ser positivos: en un mes que llevamos aquí, aún no hemos visto (ni queremos) ver ningún accidente. Como si santiguarse tanto surgiera efecto. Igual es lo que tiene que recomendar la DGT en su próximo anuncio y dejarse de tonterías y de remover conciencias con anuncios sensiblones.
Este tema no es trivial, es un constante pensamiento que tenemos pues nos hemos movido mucho por el país usando innumerables vehículos. Tras pasar varios días en Svaneti, disfrutando de sus montañas, nos fuimos al interior, a Kutaisi, haciendo autoestop en un BMW de una pareja estupenda aunque de sorprendente conducta: el sábado se habían hecho 7 horas de coche hasta allí desde Tiflis, durmieron en Mestia y el domingo regresaban a la capital, otras 7 horas de coche… Hicimos buenas migas y nos acoplamos a su plan: «de camino» a esa ciudad, daríamos un rodeo para ver
Anaklia, la que iba a ser la gran ciudad turística del Mar Negro hasta que estalló la guerra de independencia de la región de Abkhazia. Esta ciudad, situada a apenas 8 kilómetros de la frontera de esa región ahora independiente (o dependiente de Rusia, más bien), se quedó a medio construir. El gobierno georgiano, como es lógico, paralizó todas las inversiones (y se las llevó a Batumi, en la frontera con Turquía) dejando carreteras a la mitad, hoteles que se quedaron como meros anuncios de «futura construcción», edificios a medias… y una playa bastante mediocre, eso sí, llena de gente. Es la mejor que tienen en la zona, así que por qué no usarla, si hace 40 grados húmedos… Lo de Abkhazia es territorio ya perdido, así que no hay más que hablar.
Kutaisi nos confirmó que la belleza de este país no está en sus ciudades. Vale, son ciudades casi agradables, con árboles, poco tráfico, normalmente algún río, planificación soviética (grandes avenidas, construcciones formato caja de zapatos) y enormes y llamativas fuentes, pero ni su catedral (lo más famoso de ella) nos pareció mínimamente interesante, puestos a ir de turistas. Se salvó el bazar, en el que constatamos cuáles son los cuatro pilares de la dieta georgiana: pan, queso, tomate y pepino. Pero es que Kutaisi tampoco nos lo puso fácil: los 40 grados arriba mencionados subieron a 42 (en una ola de calor algo exagerada) que nos tuvo recluidos leyendo y escribiendo en el hostal casi todo el día. Así uno no disfruta ninguna ciudad.
Para ir con tranquilidad en el siguiente traslado decidimos cambiar la carretera por el tren para ir a Tiflis, la capital. Y para nuestra sorpresa, lo hicimos en el tiempo previsto: cinco horas y media para recorrer 229 kilómetros. Para quien no quiera hacer el cálculo, ahí va: la friolera de 42 km/hora. La alta velocidad aquí no ha llegado, ni falta que les hace. Nos sorprendió llegar a la estación y que solo hubiera un vagón, el nuestro, de primera, a 8 lari (menos de 4 euros). No era lógico estar tan solos: más tarde nos conectaron al tren que venía de la costa, con decenas de vagones: unos de primera (aire acondicionado, retretes limpios, frialdad y formalidad entre los pasajeros) con los de segunda (ventanillas
abiertas, baños impactantes, bullicio y ambiente, informalidad, diversión y hastío -por lo largo y el bochorno del trayecto-). Como era de esperar, me pasé un buen rato en los vagones de segunda, observando, disfrutando. Allí la gente hablaba entre sí, se pasaban los niños unos a otros, los niños corrían por los pasillos y los adolescentes intentaban ligar unos con otros. La única cosa que nos hacía iguales a primera y segunda: en cada vagón un revisor, vestido de impecable blanco, vigilaba que nadie se excediera, ayudaba a subir y bajar a la gente en las paradas, o dormía en su compartimentito cuando el trayecto era demasiado largo. Bueno, y que todos íbamos a 42 km/hora.
Apenas estuvimos una noche en la capital, tiempo suficiente para vernos con Natia y Giorgi (la pareja del BMW) que nos invitaron a cenar junto a otros cuatro amigos. Nos vinieron a buscar al centro en su coche y nos llevaron a las afueras, a un restaurante pijo, con música en directo diferente en cada piso. En el nuestro, una chica cantaba con elegancia sobre canciones que iba seleccionando en su ordenador. Vodka a discreción, diluido con refrescos mega dulces. Y, como todos eran bastante pijos, pidieron a lo grande, a lo triunfador: dos raciones de cada plato, aunque fuera evidente que iba a sobrar casi toda la comida. Las raciones se fueron acumulando en la mesa, y el camarero iba apilando los platos unos encima de otros. La situación fue casi insultante, por el grado de derroche. Pero daba igual. Sus relojes de oro y cochazos en la puerta indicaban que si lo puedes pagar no pasa nada por que se tire la comida. La actitud típica del nuevo rico, algo que en España hemos visto a nuestro alrededor. La del triunfador ostentador… Al acabar la cena insistimos en que nos cogíamos un taxi al hostal, para no molestarles. «Nos os preocupéis» nos dijo Natia «a mí me tiene que dejar en casa, y vuestro hostal está de camino». Es cierto, pequeño detalle: como casi todos las parejas georgianas, no se irán a vivir juntos hasta que no se casen. Lo de vivir en pecado es algo que aquí todavía se toman en serio.
El calor hizo que volviéramos a escapar a las montañas apenas unas horas después de pisar la capital. En concreto a la región noreste del país, a la tan querida por todos Tusheti. Cada vez que mencionabamos que ibamos allí, la gente exclamaba con envidia «Ah, Tusheti…». Esta zona representa en el imaginario georgiano esa visión de la belleza montañosa idílica: bosques frondosos, caminos solitarios, cumbres nevadas, pequeños pueblos de casas construidas por entero en pizarra… que se quedan cortados e incomunicados siete meses al año. Así es, bella pero rotunda. Tan salvaje es el invierno y tan precaria es la única carretera de acceso, que los pueblos son
abandonados por prácticamente toda la población, que emigra a la llanura a vivir esos meses. Tan solo se quedan una o dos personas de cada pueblo vigilando las vacas y sobreviviendo de una manera heróica (y estoica) ese periodo de aislamiento. Los que se van le quitaban hierro al asunto: «Tampoco es para tanto» nos decían «hay un helicóptero que una vez al mes les lleva suministros si los necesitan». Nosotros pensábamos qué pasaría si enfermaban. O si perdían la cordura. Siete meses rodeados por nieve, de uno a tres metros de nieve…
Pero ahora era verano. Y no era difícil estar a gusto allí. Aunque la región no tiene las montañas y glaciares tan contundentes de Svaneti, y a pesar de que no hubiera ni un solo camino que no subiera o bajara con virulencia, disfrutamos paseando tres días por allí, a veces acompañados de Marta, una vasca estupenda. También de sus fresas y frambuesas silvestres; de su arquitectura tradicional; de conocer a Daniel, un tipo de 70 años que lleva 7 dándole la vuelta al mundo; bebiendo con avaricia de manantiales naturales; y de la que posiblemente sea la mejor pensión de nuestra estancia en este país. Sí, al igual que en Svaneti, nos alojamos en el pueblo de Omalo en una pensión familiar, que ha habilitado varios cuartos para huéspedes. Son los mejores lugares donde alojarse, en ocasiones parece que vivas allí con ellos: en nuestro cuarto una piel de oso (con sus garras y todo) adornaba el suelo; fotografías de la familia decoraban las paredes; y los muebles del cuarto contenían toda la vajilla, libros o enseres familiares.
De repente es como entrar en sus vidas durante unos días. También fuimos afortunados de que Natia hablara algo de inglés, algo poco habitual, lo que nos permitió conocer mejor las costumbres de la zona. Y a ella, una chica de 26 años, soltera y sin novio. «Aquí no es como en Europa, que tienes un novio y luego te casas. Aquí, directamente te casas». Ella, al igual que su hermana Sopo, aún no ha encontrado a su hombre.
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Muy buen post. Vuestros relatos son muy gráficos. Un placer, como siempre, leerlos.
Un abrazo amigos y seguir narrandonos vuestras aventuras.
E&J
Muchas gracias, Esther y Javi, por pasaros y dejar un comentario.
U abrazo a los dos.
Buenisimo. Soy de Georgia y me ha gustato como viste todo. 100 puntos de mi parte.
Soy de georgia y me ha gustado tu punto de vista. <3 Es algo triste ese tema del derroche))