No una, sino dos personas, nos habían dicho de ni pisar Dakar. «Son todos unos bandidos y unos ladrones» nos había dicho uno que decía conocerla muy bien. Tampoco es que tuviéramos mucho interés o ganas de llevar la contraria, pero acabamos yendo. Y tampoco estuvo tan mal, claro que apenas la pisamos. En el fondo, nos pareció otra ciudad africana más, lo que viene a significar un buen lugar para visitar algún supermercado a darnos algún capricho, visitar alguna embajada a por algún visado (en este caso el de Mauritania) o poder variar comiendo alguna cosa que no sea el típico sota, caballo y rey de la gastronomía local del país X.
A decir verdad, tampoco estuvimos mucho por la ciudad. Durante los dos días que estuvimos allí, nos alojamos en Yoff, un pueblo del gran Dakar, conocido por tener una de las mejores playas para aprender surf y por encontrarse allí el mausoleo de Seydina Limamou Laye, el fundador de la hermandad Laye. ¿Hermandad? Sí, aprendimos que en Senegal el contacto de los musulmanes creyentes con Allá no es directo, no es creyente-dios sino que se canaliza a través de intermediarios, hombres santos que lideran hermandades. La comunidad Layen de Yoff es, además, particular: se autogestiona, sin intervención del gobierno, dicen no tener crimen en el barrio y además de no poder encontrar alcohol, no se puede fumar.
Allí conocimos a la persona más peculiar que hemos conocido en el viaje. Una australiana que vino como bailarina a aprender danza africana y en dos semanas estaba casada con un fontanero que vino a arreglar no sé bien qué en el apartamento en que vivía ella. Totalmente ilusionada nos contaba como ella está aprendiendo francés para poder comunicarse con él y él inglés, para ver si se aclaran. Eso sí, en la boda tuvo que preguntar si ya estaban casados, porque no se había enterado de nada… Así es Senegal, un país de sorpresas y buenas noticias para algunas.
Y también allí llegamos al punto más occidental de África, ni más ni menos. Habiendo estado ya en el Cabo de Buena Esperanza (el punto más occidental y más meridional del continente) nos hacía especial ilusión llegar al más occidental a secas. Y allí nos fuimos, dando un paseo, a La Pointe des Almadies que nos costó encontrar en el forzado y laberíntico recorrido entre puestecillos de souvenires. Llegamos a la playa, entre plásticos flotando tocamos el agua y románticamente pensamos que más allá solo quedaba América (y en línea recta, bastante antes, Cabo Verde, es verdad)
Después de tantas emociones, un día de surf fue suficiente para atrofiarme los músculos y dejarme con agujetas durante varios, por lo que partimos en nuestros queridos sept-places (arcáicos Peugeot 504 en los que han instalado una tercera fila de asientos en lo que era el maletero) a Saint-Louis, probablemente una de las únicas ciudades bonitas de todo el continente. Bonitas porque rezuma decadencia colonial, lo reconozco, pero a estas alturas esos edificios de dos plantas, sobrios, soberbios en su solidez, afrancesados y con esa grandeur venida abajo, me entusiasman. Es una ciudad curiosa: tiene el barrio de pescadores en una larga y delgada península, en cuya playa rompen las olas del mar (y los residentes tiran sus cubos de basura); luego el río Senegal, que va a morir al Atlántico, creando una isla donde se encuentran todos los edificios coloniales, hoy administrativos de la ciudad, y que se acerca más a una ciudad-museo, que al corazón de la ciudad… Y más adentro, el resto de la población, que ni nosotros ni ningún turista ordinario tiene interés en visitar.
Por lo menos captamos algunas de esas escenas que te hacen sentir un poco más que de paso: cotilleamos en una casa para ver como un grupo de mujeres celebraban la boda de una de ellas bailando frenéticamente, en turnos, a la música de percusión; o sentados en un banco (¡esta ciudad tenía hasta bancos!) pasar los minutos viendo como los niños jugaban a las canicas, sin que interrumpieran su actividad ni vinieran a pedirnos regalos; o charlar con un par de senegaleses en perfecto castellano, y oir de sus vidas y cómo habían regresado recientemente a su país ante la crisis en España (y ahora se ganan la vida uno vendiendo souvenires -con especial ahínco a los españoles- y otro de facilitador, esa persona que te aborda en la calle para ofrecerte sus servicios de lo que necesitas: cambio de dinero, guía, intérprete, alojamiento, chófer… lo que sea)
Dos días en Saint-Louis fueron suficientes para recargar las pilas y disfrutar de comodidades (agua caliente en la ducha, wifi en el hostal, posibilidad de elegir entre varios -y buenos- restaurantes…) en la última gran ciudad antes de Mauritania, antes del famoso puesto fronterizo de Rosso. Fronteras con horarios caprichosos, corrupción, sobornos («si os piden algo, dejáis las mochilas en el suelo y os plantáis ahí hasta que se cansen» nos recomendaba un italiano que parecía ducho en esas lides), dificultades y todo tipo de maleantes buscavidas nos esperaban. No nos hacía ninguna gracia pero nos hacía ilusión cruzar a disfrutar un poco de la hospitalidad mauritana, las dunas del desierto y cambiar el África negra por el Magreb. Y, porqué no, estar un poquito más cerca de casa.
Bueno pareja, ya casi estais finalizando. Oí que había revueltas ayer en ese pais, como veis todo está muy revuelto. Dakar es sabido que es muy vivad en cuando a picaresca……alguien me habló de San Lius, un francés con el que trabajé aquí y coincide con vuestras impresiones…….ellos y esa grandeur….si, sigue siendo así.
Tenemos un par de dias de primaverá, ya sabeis que entra mañana por decreto.
Os envío un fuerte abrazo.
Andrés