Y al cruzar el río Senegal entras en el Sáhara, de sopetón. Adíos al verdor, adios a los ríos, adios al África negra. Has cambiado de película y no tardas en darte cuenta. En apenas unos minutos te encuentras entre dunas a los lados de la carretera; kilómetros y kilómetros de tierra suelta, de árboles sedientos sin una sola brizna ni hierbajo a su sombra… atraviesas poblachos en los que te preguntas de qué vivirá esa gente, si allí no hay más que arena; y entramos en contacto con quienes serán los nuevos amigos de nuestros pasaportes y movimientos: la gendarmería y la policia a partes iguales, que a lo largo de nuestros días en el país se han dedicado a anotar nuestros nombres y pasaportes en decenas de controles. Es lo que tiene entrar en un país gobernado por militares: el control. «Por vuestra seguridad» seguro que apuntarían ellos. Já.
Llegar a Nouakchott fue sencillo: buena carretera de un carril, conductor con tendencias suicidas y un Renault 19 de hace veinte años, lo menos. «El motor está como nuevo» nos dijo al montarnos en el coche. Damos fe. La capital era tal cual nos esperábamos: otro espanto, solo que comparada con otros adefesios urbanísticos africanos esta no tenía ni un solo árbol ni nada que ofreciera algo de sombra. Una ciudad de un millón de personas, de casas de un piso o dos, sin rematar (por si un día contruyen otro piso más). Ningún interés, salvo por sus cajeros automáticos y su fantástico mercado de pescado, que todas las tardes se desarrolla en la playa. Pero no es nada trivial: es uno de los mercados más importantes de África Occidental, con una lonja espectacular, que moviliza a miles de personas entre pescadores, vendedoras, negociantes y turistas. Compramos jureles (a 1 euro el kilo) y nos los hicimos a la plancha en el hotel, junto con un tunecino y un libio que viven allí. ¿Su trabajo? Comprar el pescado fresco por kilos o toneladas y organizar el envío a sus países, enavión o congelado. Se pasaron los dos días que les vimos por el hostal pegados a la radio. Pero no eran los únicos: los telediarios no hablan de otra cosa. El Mahgreb y Oriente Próximo están ardiendo y desde aquí se mira con atención lo que pasa.
Ocho horas de coche y siete controles en 400 kilómetros nos llevaron al corazón del país, a la región de Adrar. Pasamos por paisajes de dunas rojizas, por extensiones totalmente yermas y monótonas, por valles y montañas rocosas hasta llegar a Atar y de allí, en otro taxi tras una espera de dos horas, a Chinguetti. Una ciudad con un aura mítica: fue una de las paradas más importantes de las rutas caravaneras que transportaban por el desierto sal, oro… antaño, claro. Hoy es una somnolienta ciudad oasis, rodeada a cierta distancia por imponentes dunas, que poco a poco están engullendo las casas y calles del barrio antiguo. Los hoteles, vacíos, están en la nueva ciudad. Ya no viene ese vuelo directo desde París. Esta zona es «no recomendada» por el gobierno francés, por su aparente riesgo. Según los guías y hoteleros lo único que temen los franceses es que vengan otros países a intentar explotar los yacimientos petrolíferos que explotan los gabachos en esa zona, de ahí su recomendación. ¿A quién creer?
Tras otro de esos desencuentros con el organizador de nuestra excursión en camello («¿cómo?¿que queríais un camello cada uno? Teníais que haberlo dicho. ¿Cómo iba yo a saberlo? Igual queríais caminar cada uno un rato por las dunas y turnaros con el camello…» nos dijo el jeta) partimos con un día de retraso, cada uno con un animal eso sí, a recorrer los 12 kilómetros entre dunas hasta el impresionantemente solitario oasis de Lagueira, apenas unas palmeras entre extensiones de dunas, con varios pozos, unas cuantas casas, una veintena de niños y… un colegio. «Un oasis, una escuela» es el lema de la ONG que lo ha financiado. Mientras deambulamos cotilleando por el palmeral, el camellero preparó el plato tradicional de la gente del desierto: un pan denso cocido directamente sobre ascuas y luego empapado en un caldo de zanahorias y cebolla. Contundente es la palabra que me viene a la cabeza al recordarlo. Regresamos al empezar a caer la tarde por la misma ruta que vinimos. Daba igual, no te daba la sensación de estar repitiendo… disfrutamos de otras tres horas entre dunas, con su de silencio, inmensidad, belleza. Qué poca cosa se siente uno allí, en mitad de tanta arena.
La belleza y el estado de embriagadez en que nos dejó de la excursión casi nos hizo olvidar lo bandido que era el dueño de nuestro «hotel». Al llegar a Atar, dos días antes, lo conocimos en la estación de taxis. ¿A qué hotel vais? ¡Qué casualidad, es el mío! exclamó con naturalidad al decirle el nombre, uno que nos había gustado de la guía. Nos enteramos dos días más tarde que ese hombre, Monsieur Merhaba, había sido el antiguo propietario del hotel en cuestión pero que se lo vendió a un francés que, ahora, lo ha cerrado. Así que el tipo se ha apropiado del nombre de su antiguo hotel y engaña a turistas como nosotros enviándonos a su nuevo hotel, justo detrás del antiguo: así, además, no levanta sospechas pues el cartel junto a la puerta del antiguo parece indicar, en realidad, en dirección al nuevo… (aunque todo hay que decirlo, como las habitaciones estaban estupendamente no nos cambiamos al enterarnos del timo, uno ya no tiene tanta fuerza ni convicción…) En fin, que nos las prometíamos felices en el supuestamente hospitalario, honesto y diferente Mauritania pero no tardamos en descubrir que aqui también lo que importa es sacarle la pasta al blanco de turno, aunque para eso haya que engañarle. Eso es lo de menos.
Seguía el viaje. Como no queríamos retroceder hasta la capital para subir por la costa, nos embarcamos en una de esas inolvidables jornadas épicas, combinando coche y tren. Pero no cualquiera, sino el tren de carga más largo del mundo. Tiene centenares de vagones que transportan piedra para convertir en acero, que suman una distancia de más de dos kilómetros de largo, dicen… ¿Lo bonito? Nuevamente el trayecto en 4×4 hasta el pueblo de Choum, pasando por varios tipos de desierto: montañoso, dunas, piedra… ¿Lo duro? La espera, pues el tren llegó con 7 horas de retraso a la parada, una caseta de adobe a un kilómetro del pueblacho. A esas alturas, las 12 de la noche, ya estábamos durmiendo sobre el suelo, cubiertos con el saco y añoré la comodidad de ese lugar cuando tocó montar en el único vagón de pasajeros del tren. ¿Lo demoledor? El trayecto en sí, intentando dormir algo sobre asientos que eran meros tablones y respaldos cuyo acolchado había sido arrancado con violencia, o eso parecía. En realidad, todo el compartimento estaba como vandalizado.
El día no tardó en llegar y los tés, las conversaciones y el chismorreo tampoco. En cada compartimento había una bombona de butano con un fogón, para que cada cual pudiera hacerse el té o la comida, y hacer así más llevaderas las 12 horas de trayecto hasta llegar a Nouadhibou. Entre otros, conocimos a Khalifa, un saharaui cuya familia está en el campo de refugiados argelino de Smara. Nos ofrecieron té, zumo de naranja mezclado con leche (¡!) y con su acento andaluz (ahora lleva cuatro años en España) nos contaba lo agradecidos que están al pueblo español por todo lo que hace por ellos allí, lejos de su tierra. Tenía un discurso complicado: el sentimiento («algún día volveremos a nuestra casa, a la tierra de nuestros padres y abuelos») luchaba con una realidad que él mismo admitía («el Sáhara se lo dio España a Marruecos a cambio de Ceuta y Melilla» o «Marruecos no renunciará a nuestra tierra: tiene fosfatos, pesca… ¡es muy rica!»).
Con el tren pasamos rozando la frontera de lo que un día fue el Sáhara Occidental y hoy es Marruecos. Una zona altamente minada desde los años 70 y llegamos a mediodía, molidos, doloridos, tras más de 24 horas desde nuestro inicio del viaje en Chinguetti. Pas mal, como dirían por aquí.
Siento que no sean tan hospitalarios como pensaba…Supongo que habrá de todo.
Lo del zumo de naranja y la leche lo hago desde pequeño y ahora a los peques! no es tan raro.
Buena suerte y animo
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