Habiendo visitado el sur del país, el cuerpo nos pedía un poco de calor seco, de mercados, de vacas y corderos. En suma, de Sahel. Así que nos fuimos al norte, tan al norte que casi tocamos la frontera con Chad y Nigeria.
Llegar no fue difícil pero sí largo, cansado y lento. Tocaban primero 14 horas de tren, que resultaron ser 19. Allí nadie gritó ni se desespero, ni tampoco, presentó ninguna reclamación al llegar a la estación de Ngaoundere, destino final. Todos sabían que es lo habitual. En las estaciones, visto el retraso, la gente bajaba al andén con sus alfombras de rezar a dormitar al fresco. Las vendedoras ambulantes hacían su agosto: plátanos, mandioca, bebidas, cacahuetes vendiendo a los que se quedaban en el tren, sin las prisas de paradas cortas. Lo que más nos sorprendió del trayecto fue, como en Gabón, ver cómo la gente se acomodaba en el suelo a dormir, en el pasillo, debajo de las butacas, en cualquier lado y posición. Nuestro reconocimiento especial para los tipos que usaban los portarequipajes situados al inicio de cada vagón a modo de cama. Impresionante la facilidad para conciliar el sueño de estas gentes, oigan.
No era dificil intuir por los pasajeros que Ngaoundere iba a ser una ciudad predominantemente musulmana, como el resto del norte del país. Sin embargo, solo pasamos unas horas allí, antes de embarcarnos hacia Maroua, a otras 8 horas más de autobus. Aún había más país al norte, pero ahí nos quedamos, tragando polvo y el humo de las miles de moto-taxis durante un par de días. Tuvimos suerte y pillamos día de mercado: colorido como ninguno otro que hubiéramos visto hasta entonces, nos pasamos una hora parados en una esquina tan solo observando a la gente pasar. Mujeres cubiertas en telas coloridas, casi estridentes; ellos, por el contrario, sobrios, con camisas ocres hasta las rodillas y gorros planos, calados. Los vendedores, ambulantes y fijos… Todos trajinando por un mercado callejero a la sombra de enormes árboles, de telas, especias, sandalias, bisutería, alimentos, música, productos de limpieza, papelería, espejos y relojes… vaya, de todo salvo animales vivos. Esos los encontramos en la otra punta de la ciudad: los musulmanes se afanaban en comprar los mejores carneros que pudieran para la fiesta del Tabaski, la fiesta del cordero, en la que cada familia sacrifica uno recordando el momento en que Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo para demostrar su lealtad a Dios. O algo así. Aun siendo la víspera de tamaña celebración religiosa, los bares por la noche estaban a tope. Música a todo trapo, mesas llenas de botellas vacías y, eso sí, ni un alma bailando. Aquí lo que se lleva es beber, lo de moverse lo deben dejar para la intimidad o fiestas populares. Nuestra cena-clásico se convirtió esos días en pollo asado a la parilla con ensalada: lo encargas y pagas en el puesto, te sientas en el bar que te guste más y te lo llevan para que te lo tomes con tu cervecita. Y ningún reparo porque te traigas la comida de fuera, que no estamos en Madrid.
Avanzamos 100 kilómetros hacia el interior de las montañas Mandara, hasta Mokolo, situado entre colinas y cultivos de algodón, maíz y cacahuetes. Allí descubrimos la verdadera afición de esta gente: la cerveza de mijo, en torno a la cual celebran lo que ellos llaman mercados, en realidad, degustaciones populares del brevaje. O lo que viene a ser otra excusa para juntarse, beber y charlar, por mucho que ellos digan que la toman porque es una bebida muy nutritiva. A media tarde mientras paseábamos por los alrededores del pueblo llegamos a un solar entre árboles, donde centenares de personas sentadas en círculos bebían de calabazas secas. Mujeres con grandes pucheros de plástico servían la bebida mientras chicos con parrillas preparaban ternera, asno, cordero y, más allá, también cerdo. Os podéis imaginar nuestra presencia la expectación que levantó. Nos salieron amigos, guías y saludantes a cada paso. Y por supuesto, probamos la dichosa cerveza, espesa, ácida y algo alcohólica. Nos recordaba lejanamente a la sidra.
El mercado de pueblo, al día siguiente, uno de los principales alicientes de nuestra visita, estuvo apagado: faltaban los comerciantes musulmanes, que estaban celebrando la fiesta del cordero. Así que visitamos un apacible mercado, sin mucha gente ni vida. De regreso al hostal oímos ruido, pitidos, gritos. Varios hombres con enormes túnicas coloreadas y turbantes abrían paso a una comitiva formada por centenares de personas caminando y un único 4×4 negro, reluciente, en el que viajaba el Lamido, el rey de la región, la más alta autoridad tradicional. Venía de presidir la oración con la comunidad musulmana y sacrificar el primer cordero de la ciudad, y regresaba a su residencia. Era un día especial y había mucha expectación. La gente se acercó a verle salir del coche y saludar desde la puerta de casa y nosotros, vista la animación, también. Cuál sería nuestra sorpresa cuando al cabo de un par de minutos un elegante anciano se acercó a nosotros. -Muchas gracias por venir a saludar al Lamido, estará encantado de recibiros. Seguidme- nos dijo para nuestra sorpesa y algo atónitos fuimos con él. Mientras dábamos la mano a media docena de nobles que se encontraban en la primera sala de espera, no nos pareció el momento de decirle que veníamos solo a curiosear y sacar alguna foto. Así que callados nos condujeron a Su salón, descalzos, donde Él descansaba en un sofá. -Bienvenidos, muchas gracias. ¿Qué os ofrezco de beber? ¿una cerveza?- dijo mientras encendía la televisión a buen volumen. Durante varios minutos charlamos con Él con nervios y formalidad, sobre la fiesta, sobre Europa, sobre Él y su poder -soy el jefe de 200.000 personas- nos dijo con orgullo, interrumpidos por una entrevista radiofónica, despedir a nosabemosaquién e insistirnos en que comiéramos más callos guisados. Nosotros recién desayunados… Y con sorprendente agilidad, su Majestad (así le llamaban) nos despidió con amabilidad después de posar gustoso con nosotros, pensando, seguramente, que en qué momento habrían confundido a esos dos turistolas que pasaban por allí por alguna eminencia europea presente en los fastos.
Leído lo referente al Camerún….¡¡Que curioso es todo!!! Chascan los dedos….
Estais bien en la foto. Me queda leeros en Benin.
Abrazos.
Andrés