Lloraban. Corrían. Se escondían tras las esquinas de las casas. Ignorando las palabras tranquilizadoras de sus madres, se tiraban al suelo, negándose a acercarse a nosotros. Lo admitimos: hemos hecho llorar a muchos niños y asustado a otros tantos. Eso sí, involuntariamente. Y es que en algunas de las aldeas de pescadores a las que hemos llegado durante el viaje de tres días en piragua apenas han visto vazaha, personas blancas. Lo que no tenemos muy claro es si estas reacciones se debían a lo pálidos que aún estamos, a la barbota de Pablo (aquí nadie tiene barba, lo más tres pelillos) o a las amenazas de sus madres de «si no te comes todo el arroz, va a venir el vazaha a por ti». Y allí estábamos.
Manakara fue la ciudad de inicio de una aventura remontando el Canal de Pangalanes y el río Faraony. Para los tres días en los que íbamos a navegar a bordo de una piragua nos armamos de un guía intérprete y cuatro fibrosos remeros. La piragua, fabricada en madera, tenía unos 7-8 metros de largo y un techo de quita y pon, que nos fue muy útil para pasar debajo de troncos caídos o en las zonas más cerradas del canal (esto es el «quita») y para protegernos del sol abrasador (esto es el «pon»). Además de las mochilas de los siete, íbamos equipados con tiendas de campaña y sacos de dormir, varios kilos de carbón y todo lo necesario para cocinar y vivir durante los días de la excursión. Y para no hartarnos de comer los peces y el marisco que compraríamos recién sacados del agua a los pescadores, nos acompañaba el octavo pasajero: el pollo (en todo desplazamiento 100% malgache, hay uno). El pobre no llegó al final del recorrido. Y no, no se escapó volando…
En la parte delantera de la piragua iban los dos remeros de más edad. En la trasera, los jóvenes. Nosotros en el centro, delante del guía, en un banquito acolchado y bien protegidos por el techo. Las jornadas fueron extremadamente duras, al menos a ojos occidentales, porque las ocho horas diarias de remo parecía que no hacían mella en los habituados cuerpos de los remeros. No se hacían pausas para descansar, solo bajábamos de la piragua para comer (nosotros, ellos comían a bordo), montar el campamento y dormir, visitar algún pueblo de pescadores y de vez en cuando para echar una meadita (o como decían ellos, para «hacer una llamada telefónica»). Para ganar tiempo, incluso se cocinaba en la piragua. El resto del día, remar, remar y remar por el canal, recorriendo tramos muy diversos: estrechos y casi cubiertos por la vegetación, otros tan poco profundos que encallábamos en el lecho de arena, anchos de riberas despejadas… y los lagos, con vegetación tropical, exhuberante, y que en algunos puntos se comunicaban con el mar.
El Canal de Pangalanes, planeado y llevado a cabo por los franceses en la época colonial, recorre un buen trecho de la costa este del país. Utilizado para el transporte de mercancías, principalmente especias, conseguía que no fuera necesario que los barcos mercantes salieran a navegar por el Índico, un mar traicionero. Para construirlo se aprovecharon lagos naturales, excavando canales de unión para llegar a formar los 665 kms que un día tuvo. De los 430 kms que hoy son navegables, recorrimos unos 50 los dos primeros días, la mayor parte de ellos contra corriente. Viendo a los remeros sudar en los tramos en los que el agua tenía más fuerza, y para compensar el remordimiento por estar sentado cómodamente, Pablo se remangó y echó una mano para remontar el canal (diez minutillos de vez en cuando, que tampoco era plan cansarse… ni tantos los remordimientos…). El tercer día además de estos 50 kms recorrimos otros 10 a lo largo del río Faraony, también contra corriente, para alegría de los remeros (y de Pablo).
Hoy no lo utilizan grandes barcos, sino los aldeanos en sus piraguas. Hechas de una sola pieza del tronco del eucalipto rojo, sirven de transporte de personas y productos locales entre aldeas y las ciudades o pueblos más grandes. Además se utiliza para llevar a cabo las labores de pesca (tirar y recoger las redes, colocar cestas para cangrejos y langostas, revisar las trampas para las gambas…), el principal medio de subsistencia de estas gentes. A diario nos cruzábamos con decenas de pescadores en sus piraguas, a los que comprábamos la comida, aún coleando: un día pescado, otro cangrejos, otro langosta, otro gambas.
Tan pronto estaban a bordo, el guía encendía el carbón y empezaba a preparar la comida, lo que llevaba su tiempo. No es rápido cocinar para siete con un solo fuego, sobre todo si el menú incluye kilo y medio del arroz que llevábamos en la piragua (comer sin arroz, para el malgache es como no haber comido) y el pescado se prepara de dos modos diferentes para dar gusto a los señoritos. En otras ocasiones hacíamos la compra en las las aldeas, que aprovechávamos para visitar. La puesta en escena era siempre la misma: según nos aproximábamos a la orilla, empezaban los gritos de los niños alertando de nuestra presencia. Para cuando poníamos un pie en tierra, el comité de bienvenida entraba en escena, media aldea aparecía en la playa. La otra media se quedaba en el interior, sus quehaceres paralizados para seguir atentamente nuestros pasos por el escenario. Nosotros íbamos a ver el pueblo en acción pero paradójicamente los protagonistas éramos nosotros: los pescadores dejaban de coser sus redes, las mujeres de tejer los cestos, los niños de traer agua… y todo el mundo se arremolinaba a nuestro alrededor para observarnos. La aldea no recobraba su ritmo hasta que nos íbamos, un tanto decepcionados por no poder vislumbrar cómo es la vida allí. La mejor escena de este teatro fue el momento en que Pablo se sentó a dibujar una de las típicas casas de pescadores y en unos instantes estaba rodeado por al menos 80 (sin exagerar) paisanos, curiosos por lo que el vazaha estaba haciendo. Seguro que tuvieron tema de conversación para varios días. Sobre todo los dueños de la casa.
Nos tomamos la revancha la noche en que, mientras cenábamos en el campamento, todos los niños de la aldea cercana nos montaron un numerito musical de canciones y bailes supuestamente tradicionales. Apenas terminaron, nos levantamos y con grandes aspavientos y a voz en grito -a falta de un mejor repertorio y teniendo en cuenta la edad del auditorio- les cantamos «un elefante se balanceaba». Los dejamos perplejos y eso que no habíamos ensayado… Pero a nosotros el guía no nos dio propina.
Nuestra actuación debió de ser tan lamentable que esa misma noche cayó tremenda tormenta tropical. Nuestra minúscula tienda de campaña, que a cada minuto parecía volarse por las ráfagas de viento, se iluminaba con los relámpagos, tan continuos que casi pudimos acabar la cena dentro de ella sin linternas. Además, la tormenta nos proporcionó una buena noche de sauna: temiendo que entrase el agua que parecía que nos echaban a cubos, la cerramos a cal y canto y en unos minutos la temperatura alcanzó los 3.000 grados. A nuestros sudores también contribuyeron los truenos, que retumbaban de tal manera que parecía que se acababa el mundo. Nuestra preocupación duró la hora que duró la tormenta. Después, como al resto del equipo, nos tocó salir a enderezar la tienda e intentar dormir sin ser comidos por los mosquitos. Una batalla que, por ahora, vamos ganando.