El tiempo pasa y, de repente, nos encontramos con que estamos a 15 de octubre. Eso quiere decir que nos queda exactamente una semana de visa para quedarnos en China. También significa que llevamos 10 días en la provincia de Yunnan, una de las más variadas e interesantes del país, lo cual no quiere decir que sea una de las que más nos estén gustando.
Interesante sí es, pero por eso, porque es variada. Porque tiene un poco de todo (montañas, arrozales, jungla, pueblos, tribus) y, muy a nuestro pesar, muchos chinos. Pero muchos. Porque, precisamente durante la semana pasada, del día 1 al 8, ha sido una de las tres semanas de vacaciones oficiales para TODO el país. Consecuencia: todo está abarrotado y desbordado de PTC (os recuerdo, Putos Turistas Chinos) y todo es el doble de caro. Así, por la jeta. O porque este periodo vacacional, llamado la Semana de Oro, fue creado por el Gobierno hace 5 años para fomentar el consumo interior, para elevar el gasto de la población y el crecimiento de la economía. ¿Y qué mejor que para lograr eso que doblar los precios de hoteles y restaurantes?
Así que, un día después de llegar a Lijiang, decidimos largarnos a encontrar lugares más tranquilos. Porque, a pesar de ser un pueblo precioso con calles peatonales, antiguas casas de madera muy bien conservadas y ríos y canales que serpentean a lo largo y ancho de la parte vieja de la ciudad, nos sentimos asfixiados por los grupos de turistas chinos.
El problema de la ciudad es que era tan bonita que fue declarada lugar de interés por la Unesco cuando, después de un duro terremoto, lo único que quedó en pie fue la ciudad antigua (más o menos, vaya). Entonces, le pasó lo que a todos los lugares bonitos en China: le construyeron autopistas, aeropuertos y estaciones de tren para que llegasen cientos de miles de turistas. Todas las casas de la ciudad antigua se convirtieron en hostales (típicos) y surgieron de la nada centenares de tiendas de souvenires (la mayoría de los recuerdos a la venta son importados de otras regiones, que aquí lo que importa es vender, sea de donde sea). Todo esto crea un pueblo fantasma en el que solo se vive por y para el turismo y no queda ni un centímetro cuadrado de pueblo puro, sin contaminar. Te da la sensación de estar en Disneyland o algo así. De modo que, sintiéndolo por el pueblo y lo que un día fue, nos largamos antes de lo previsto.
Así que lo dicho. Tomamos el autobús local (¡cuantos más fumen dentro mejor!) hacia Zhongdian, otra obra de ingeniería del turismo chino. Resulta que decidieron fomentar el turismo en esta región. Así que el gobierno dijo que era tan bonita (todavía estamos intentando adivinar en qué se basaron para llegar a esta conclusión) que se trataba del paraíso, como mínimo. Le cambiaron el nombre a la ciudad y la renombraron Shangri-La (el paraíso para los budistas). Le construyeron otra autopista para que lleguen miles de turistas a lo que ya es pre-Tibet (por eso íbamos allí) y se queden tan asombrados como nosotros.
Llegamos a una ciudad china sin gracia, fea, en mitad de la nada. Bueno, y unas casas de madera antigua. Ya que estamos allí, fuimos a ver un monasterio budista (que, para el que no haya visto el Tibet, debe resultar impresionante) y un lago. Poco más, porque no hay más que ver. Un timo del Ministerio de Turismo chino. No le pediremos que nos devuelva el dinero de esta parte del viaje, pues creo que no recuperaremos nada.
Intentamos ser positivos y darle otra oportunidad. Venga, avancemos un poco más hacia Tibet, que sabemos que nos gusta, que nos engancha. Pasamos por valles secos y montañas que, poco a poco, van creciendo y dando forma a pueblos que reconocemos como tibetanos y a gente que viste diferente y que, claramente, no son chinos Han. Llegamos a Benzilan y eso nos gusta un poco más, o eso nos parece a primera vista. Pero caminamos y vimos más templos y más casas de pueblo sin gracia donde todo volvía a ser feo. Suerte que habían alrededores montañosos, que si no… Tristes y decepcionados, decidimos irnos de allí rápido.
Aunque cómo son las cosas: ¡resulta que, a la mañana siguiente, empiezan las fiestas locales! Pensamos que qué suerte, que veremos lo que buscábamos, un poco de vida, de gente interesante, ¡de acción! Pero nada, tampoco. Fueron dos horas de espera sentados en mitad de un campo hasta que, a las 10, llegaron las autoridades (no tan locales) y empezaron las presentaciones, discursos y saludos (¿la herencia comunista?) por media hora. Luego, los habituales bailes regionales, pero bailados con muy poca gracia, con mucho desinterés por jóvenes que estaban más preocupados de disfrutar de lo que, para ellos, también son vacaciones. Tras media hora, el plato estrella de las fiestas: ¡la lucha de toros! ¡Olé! Como españoles, temblamos: ¿serán tan bestias como en nuestro país? ¿Les pincharán, harán sufrir y luego matarán? No. Aquí, de torear nada. Aquí lo que mola es ponerlos en el campo, de dos en dos (sin contar a la pobre vaca en celo usada como cebo para que los dos machos se peleen por ella) y esperar a que se enfrenten, a ver cual es el más fuerte, a ver cual echa para atrás antes. Cosa que puede llevarles como dos segundos (sin exagerar) tras quince o más minutos de espera. En fin, demasiado lento como para aguantar más de tres o cuatro enfrentamientos seguidos. Así que nos piramos nuevamente.
Por suerte, China es grande y depara increíbles sorpresas, como la Tiger Leaping Gorge, o la garganta más grande que jamás haya visto. La del río amarillo, el Yangtse, ante la cual uno se siente pequeño, bueno, ínfimo. Ridículo. No por la longitud, pues tienen no más de 15 kilómetros, sino por la altura, ya que, desde lo bajo del río hasta lo alto de la montaña, hay dos mil metros de desnivel en picado. Un acantilado, prácticamente, de los que no caben en la cámara de fotos ni haciendo tres seguidas. Por más que subes la montaña y el río va quedando abajo, las montañas siguen creciendo altas, enormes. Subes dos, tres horas y parece que no has empezado, pero el río, ahora un hilo a tus pies, te recuerda dónde empezaste.
El trek de 15 kilómetros (en la ladera menos escarpada) está salpicado de casas rurales de campesinos, algunas reconvertidas en preciosos y relajantes hostales de montaña, donde se come y duerme como en ningún otro sitio (¿o serán las caminatas que abren el apetito?). Durante día y medio, alucinamos por la belleza, por la magnitud de la montaña, del espectáculo natural y por lo solitario que es el lugar. O, bueno, porque solo nos encontramos algunos guiris. Porque lo bueno es que los chinos, si no llegan en autobús al lugar X, no llegan. Caminar, hacer trekking u otras actividades físicas estresantes en vacaciones no entra en sus planes. Así que, entre israelitas, americanos y algún belga insufrible, disfrutamos dos días en el lugar más bello que he visto en toda China. Y solos. Eso es lo increíble. Éste es de los de repetir.
Con ganas de más, nos fuimos. El tiempo apremiaba y la visa se acababa. Dali fue la última parada antes de la capital Kunming, otro pueblo que promete y se queda en eso. Pequeñas casas, calles peatonales, muralla reconstruida… Aunque, la verdad, es agradable y lo pasamos bien, pues hay pequeños restaurantes bonitos y románticos, donde se come bien y barato; y te puedes comer una cheese cake como hacía meses que no; y te hablan en inglés; y tienes internet gratis en el hotel; y viejecitas, en sus trajes tradicionales, te ofrecen marihuana para fumar. Vaya, civilización. Pero en pequeño. Por eso, la gente se queda aquí varios días: por comodidad. Porque los alrededores tampoco matan. Vale, sí, hay un lago, pequeños pueblos agrarios, arrozales, mercados de la etnia Bai (lo único que ha valido la pena, por ver cosas un poco diferentes) pero, tal vez, es porque mi cabeza está ya fuera de China, con ganas de irse. Inconscientemente, con ganas de que se acabe la visa para tener que irnos…
… camino a Myanmar. Bueno, si nos dan visado. Lo pediré de rodillas. Que me dejen entrar. O salir de China.
Publicado originalmente el 14 de octubre de 2005.