En el fondo, las ciudades chinas no son tan malos sitios para estar. Digo las ciudades chinas de verdad, esas que tienen 4 o 5 millones de habitantes (es decir, mogollón en China); no los pequeños pueblos que han sido colonizados y ampliados por los Han (la raza mayoritaria de China), multiplicando su población de tal manera que pasan de ser pueblos a ciudades en los mapas en cuestión de meses. Eso, por desgracia, es lo que nos veníamos encontrando hasta ahora. Bueno, hasta que hemos llegado a Chengdu, capital de la provincia de Sichuan, famosa por su comida picante y por los osos panda que venden a los zoos de todo el mundo.
Y es que veníamos de zonas poco desarrolladas, en las que las ciudades han crecido desmesuradamente en los últimos años. Ciudades pasticho, hechas a trancas y barrancas, sin estilo, sin gracia, sin planificación. Y son ciudades en las que crees que tienes de todo porque las ves como modernas; crees que puedes ir a correos a enviar una caja sin pasar problemas, o comprar billetes en la estación fácilmente, o encontrar los sitios con solo preguntar a la gente. Crees que estás en una ciudad de verdad. Pero no. Y eso es lo que choca. «Ciudades» que han crecido a un ritmo infinitamente superior al de la mentalidad de la gente: en las que coches conviven con carros; en las que, en restaurantes de lujo, se tiran los huesos de la carne al suelo; en las que los carteles están en inglés cuando nadie, nadie, lo habla.
Claro, al llegar a Chengdu, nos sorprendemos. Porque es una CIUDAD. Una mera capital provincial, aunque ya es más grande que la capital de estado español (Madrid). Nos sorprende por su limpieza, orden, tranquilidad y, casi si me apuráis, belleza (aunque eso creo que nos lo parece por comparación con las «ciudades» de segunda que hemos estado viendo hasta el momento). Pero las cosas funcionan de verdad. Están en su sitio.
Los edificios están limpios, la mayoría nuevos. Hay grandes rascacielos en el centro y las calles pulcras, que parece que no reciban papeles. En todas las calles hay carriles bici. Enormes, puesto que hay cientos de bicicletas que los recorren. En los semáforos, conscientes de sí mismos y de cómo son, han puesto vigilantes. Silbato y banderola en mano (cual linier), intentan (con bastante éxito) que la gente respete el semáforo rojo (aunque les joda en el alma). Y te das cuenta que no oyes escupir. Y piensas por un momento que si has dejado de estar en China o qué.
Porque, además, tienes lujos de viajero, como tiendas donde, al pedir una talla «large», te entienden. Y restaurantes con menús en inglés. Y supermercados como los conocemos en Europa. Y puestos, hasta Carrefour, del que damos cumplida cuenta y que se merece una crónica especial, si tuviera tiempo. Y, cómo no, miles (millones diría yo) de tiendas donde comprar todo lo que necesitamos (aunque encontrar desodorante fue, creedme, extremadamente complicado). Consumismo a tope. Enormes centros comerciales donde pasar horas, días (ellos, que nosotros tenemos que hacer turistadas). Y McDonalds (me confieso: fui una vez), y Hagen Dazs (también confieso que solo fui una vez, desgraciadamente, porque la economía del backpacker no soporta gastar 6 dólares en un helado de dos bolas más de una vez al mes).
Entonces, pasan tres días y te das cuenta de que no has visitado ninguno de los tres o cuatro templos que se supone que hay en la ciudad; o el centro de cría de osos panda que hay en las afueras (en ciudades así, las sábanas se pegan más de lo habitual y levantarse a las seis de la mañana es poco menos que imposible); o unas montañas alrededor de la ciudad. Te das cuenta de que te has dedicado a disfrutar de la ciudad, no a visitarla. Y piensas que de eso se trata y te quedas tranquilo (yo, por lo menos).
Al día siguiente, coges un avión para ir a Lijang. Para seguir visitando el país y sus pueblos.
Publicada originalmente el 5 de octubre de 2005.