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Tibet, parte 2

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Seguimos flipando con las montañas: nuevamente enormes, bellas y majestuosas. Aunque desde el altiplano todo parece más pequeño, estamos rodeados de cinco miles y seis miles, con roca y nieve, y glaciares que poco menos que tocamos. En el pie de estas moles estamos nosotros, en campos verdes y pastizales, donde hay pequeños pueblos de adobe y yurtas de pastores tibetanos. Y yaks. Miles de yaks.

El altiplano es verde y rojo, y marrón, y gris… Miles de colores. Las nubes, que juegan con las sombras y el sol, hacen que sea realmente bello, sin apenas vegetación, pero riquísimo en colores. Y vemos, poco a poco, Tibets diferentes.

Uno, el inicial, es un Tibet nómada; pastor; sin cultivos; de muchas yurtas (las buenas son de lana de yak y las otras de plástico blanco, que lo que se dice abrigar…) y muchos más yaks, que son como enormes vacas paticortas de largos pelos y carácter dócil (los bichos más asustadizos que he visto nunca, de hecho). Como buen animal de rebaño que son, acaban siempre en la tripa de los humanos (ya sea hervido, cocinado o seco y adobado con especias, ¡el aperitivo favorito tibetano!) después de haber prestado sus servicios como animales de carga. Entonces, poco a poco, el terreno cambia y aparecen los ríos (el Yangtse, el río amarillo, nace aquí; el otro día lo cruzamos, pero de noche). El nomadismo da paso al sedentarismo, a los pequeños pueblos agricultores, que aprovechan como pueden las riberas de los ríos para cultivar. Aparecen árboles frutales y, así, se respira un nuevo Tibet.

Encontramos los pequeños pueblos que buscábamos, donde está la tranquilidad, la sencillez, lo auténtico, lo viejo y lo nuevo, pero sin la influencia china. Son pequeños pueblos de casas de adobe, de dos pisos (el de abajo, granero y establo; el de arriba, la casa), decorados de manera bella y sobria, con calles sin asfaltar, gente tranquila y reposada que nos invita a entrar, a tomar té con leche de yak (¡con sal!) y sampa (una bomba: una especie de mantecado hecho a base de harina, mucha mantequilla de yak, té y azúcar), así que aprovechamos para ver cómo viven. Las casas tienen apenas una habitación con una mesa baja (comen sentados sobre colchonetas) y la habitación de dormir. Y cocina de carbón. Por lo menos cuentan con electricidad, que esto no es Tajikistan. El baño está fuera y apenas huele (¿será por el frío o porque mezclan los excrementos con cenizas?). Luego vemos unas «antenas parabólicas de cristal» y pensamos «¡qué tecnología más moderna!». Entonces, descubrimos que las usan para calentar el agua. Nosotros, los de ciudad, a veces tenemos unas cosas…

En casi todos los pueblos, claro, estaban los templos budistas. Y los monjes. Y los peregrinos. Y la fe y las interesantes tradiciones unidas a la religión. Desde luego, muchos templos que hemos visto son reconstruidos pues, tras la llamada revolución cultural, fueron destruidos y los monjes pasaron de cultivar la fe a cultivar los campos, algo mucho más lucrativo para el sistema comunista chino, sin duda. Los nuevos templos no tienen carácter. Son fríos, sin vida y sin espíritu, pero hay muchos que ha valido la pena visitar. En alguno, nos han invitado a unirnos a sus rezos: todos los monjes (cien o doscientos) sentados en una sala, repitiendo durante hora y media la misma oración (o para nosotros lo era), una vez tras otra, sin pausa, como quien quiere entrar en trance. Beben té, comen sampa y, allí sentados, siguen repitiendo el rezo.

En otro templo, nos invitaron a comer en el patio con ellos yogurt y pan (muy nutritiva esa comida, sí señor). En otro, un monje de 23 años nos invitó a entrar en su casa y nos sirvió té. Nos entendimos a medias, contándole cosas de nosotros. En muchos otros templos, nos abrieron las puertas para mostrarnos los enormes budas, rodeados de rojo, telas de ácidos colores colgando, pinturas, ofrendas y miles de velas (a base de mantequilla de yak que, además de aguantar mucho, no echa humo). Y fotos de Lamas; alguna, medio escondida, del actual Dalai Lama, exiliado en la India.

La pena del Tibet es que la comida se simplifica. Eso es lo que tiene la pobreza (y en eso los chinos se salvan). Pasamos a comer carne de yak hervida, frita, cruda o con una salsilla, a tomar tés salados o con leche de yak, y nos llenamos con unas tortas de pan frito con unas hierbecitas para dar sabor, mojado en una sopa de tallarines negros de gelatina que flotan en una salsa de soja y vinagre. De desayuno (y de comida y de cena, que aquí comen lo mismo siempre) también tenemos los «momo», unos dumplings de pan hechos al vapor, rellenos de… yak (suerte que nos gusta, que si no…). Pasamos de otras cosas que son llenar por llenar, como de la sampa y del mantecado que os comenté antes, que tampoco es plan ir sufriendo con la comida.

Da pena «volver» a China, porque el Tibet es, sin duda, lo más bello, salvaje y natural que hemos visto en este país. Claro que, hasta hace unos decenios, era una país independiente que no tenía nada que ver con los chinos. Será por eso. Tibet queda apuntado en la «Lista de sitios a los que tengo que volver a venir algún día».

Publicado originalmente el 4 de octubre de 2005.

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ruta de la seda, tibet, viajeros

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