¡TIBET! Qué lejos sonaba eso cuando yo leía mis Tintines, «Tintín en el Tibet», y veía a los monjes en sus túnicas carmesí, los yaks pastando entre la nieve, las extrañas indumentarias de la gente e incluso al Yeti, el misterioso y mítico animal.
Pues bien, ahí que hemos estado, en el Tibet, y eso hemos visto (salvo el Yeti, vaya). Pero, aún con mis pantalones largos, botas y forro polar, pues… eso está a más de 4.000 metros de altura la mayoría del tiempo. Sin embargo, no hace tanto frío como podría parecer, ya que el clima es seco y no se mete en los huesos, como en los pastos de Kyrgystan o los lagos de los Pirineos, sin ir tan lejos en buscar referencias.
Pues sí, Tibet. O Tibets. Pues hay dos: el político, que corresponde al nombre de la provincia china, y el geográfico (que no se ve en mis mapas, pero sí en vuestros atlas, así que ¡a desempolvarlos!) el doble de grande que el político, en el que los extranjeros tenemos tantos problemas y permisos para entrar. Porque en el político, una vez dentro, se supone que no podemos ir a ningún sitio solos salvo por Lhasa, la capital. Al gobierno chino no le gustan los turistas que husmean en esa zona. China es de los pocos países que conozco en el que hay regiones prohibidas para los turistas, así que pasamos de líos burocráticos y demás. Hemos decidido viajar por el altiplano tibetano, pero sin entrar en el Tibet político (¿ha quedado claro?).
Y flipamos; yo, por lo menos. Cuando miráis la web, parece que el tiempo ha volado y no hemos avanzado. Pero es cierto. Pues hemos ido, nuevamente, al culo del mundo. Esta vez, del chino. Porque en el país de las infraestructuras, de los medios, de las grandes autopistas, de los desarrollos urbanísticos, de la eficiencia y la rapidez, hemos encontrado la región en la que las carreteras son pistas forestales; las ciudades en las que el agua corriente no existía o la electricidad funcionaba un día de cada tres y que, para moverse, comunicarse y entenderse daba absolutamente igual hablar ingles o catalán. Solo servía nuestra libreta y nuestra destreza con los numeritos y las gesticulaciones.
Pero nos ha encantado, aunque estemos ahora reventados. No sabemos si estamos así por la altura, porque el oxígeno empieza a faltar a cuatro mil metros (y más a cinco mil, pero solo hemos estado a esas alturas en los puertos de montaña) y un paseíto se convierte en una verdadera prueba de resistencia física. Y psicológica, pues viejos octogenarios nos pasaban sonrientes y nosotros con las caras desencajadas, derrotados, mientras subíamos la montaña…
Y allí todo fascina. Lo que más, la gente, claro. Algo así, no lo había visto nunca: hombres toscos, duros, con caras mugrientas, quemadas por el sol y el viento, con sombreros de vaquero ocultando parcialmente el pelo trenzado y adornado con piedras, huesos y joyas, y con enormes abrigos con forro (tipo piel de tigre) atados a la cintura con pañuelos amarillos. Y las mujeres aun más: con largas faldas negras y camisas sencillas de seda (con decoraciones de los años 60 ó 70) atadas con cinturones de piedras rojas o bolas de plata, largas ristras de joyas y adornos que cuelgan de sus enormes trenzas atadas por la espalda, del cuello o de las manos y, nuevamente, esas caras quemadas y oscuras.
Lo bonito y justo en esta región es que, tanto ellos como nosotros, alucinamos. Porque, cuando pasamos, se paralizan. ¡Y nos observan (otra vez esta sensación) como el que ha visto una aparición de rango divino, como poco! Estupefactos y boquiabiertos pero, a la vez, muy amables, tranquilos y cercanos. Conscientes (creo yo) de su propio asombro ante nuestra presencia, sonríen tímidamente y nos dicen «Tashi Delek» (Hola), a lo que contestamos de la misma manera. Se paran cuando ven que entramos a un restaurante, para ver qué comemos o, cuando compramos algo en una tienda, para ver lo que es. ¡Y para ver cómo vestimos, cómo hablamos, cómo reímos, cómo respiramos! La verdad es que no hemos visto muchos turistas en esa zona. Creo que ellos tampoco, pues algunos vienen a tocarte y darte la mano y, según la estrechan, sus caras se iluminan: seguro que pueden contar a sus amigos que, ese día, saludaron y tocaron a un turista.
Publicado originalmente el 1 de octubre de 2005.