Acabadas las gestiones y tras un par de días, salimos zumbando hacia Tongren, a solo 100 kilómetros de Xining, pero a 5 horas de autobús. Una media de 20 kilómetros por hora, que no está mal. Aún no sabemos cómo lo consiguió hacer tan lento… Pero bueno, ¿todo eso para qué?
Se supone que Tongren es un pequeño pueblo (el primero al que vamos) famoso por dos templos en los que se hacen las thangkas, pinturas tibetanas de budas, demonios y demás animales característicos. Aparte, serán los primeros templos budistas que veamos en China, todo un acontecimiento a priori, por el cambio que supone (¡por fin!).
Primera sorpresa al llegar: ¡nos encontramos, nuevamente, una (pequeña) ciudad! A estas alturas, ya uno piensa que los pueblos en China no existen. Nos quedamos tranquilos, pues en el diccionario inglés-chino que tenemos sí figura la palabra, por lo que deben existir… Seguiremos buscando.
Pero los templos están ahí, y los monjes y pintores también, así que encontramos lo que buscamos. Dentro de los muros de los dos monasterios (y, tras pagar la correspondiente entrada) encontramos laberínticas calles cual medinas. Muros de adobe se levantan para proteger y no permitir ver el interior de las casas; casas que son de los monjes. Porque aquí, lejos del ascetismo que yo les hacía, tienen casas propias, con sus jardincito, cuartos, muebles, televisión y demás accesorios. Y yo que les imaginaba durmiendo en edificios de decenas de habitaciones, unas iguales a las otras, en el suelo, en cuartos blancos, sin más adornos que estanterías de libros y fotos del Dalai Lama. No, no: aquí son más apegados a las comodidades terrenales. Y los de la secta del gorro rojo (los de esta zona son del gorro amarillo, allá ellos) hasta pueden casarse y follar. ¡En fin, eso es vida!
En mitad del monasterio, dos templos cerrados (lo pagado por la entrada los abre), tenebrosos, con enormes budas dorados, rodeados de cientos de estatuas, velas de grasa de yak (que no hecha humo), donaciones pecuniarias y fotos del Dalai Lama de preferencia, no siempre el actual. Del que, por cierto, en China está prohibido tener reproducciones en lugares públicos (de hecho, el Dalai Lama vive en India, exiliado). Pero bueno, en las paredes había decenas de pinturas con los motivos aludidos, los famosos thangkas, que se exportan desde estos monasterios al mundo budista entero.
No hace falta buscar a los pintores. Son los propios monjes quienes, a la salida, cordialmente nos invitan a sus casas (así sabemos cómo viven) a enseñarnos telas magníficas, elaboradísimas, que pueden tardar varios meses en pintar por los cuidadosos y esmerados detalles (y si se dedican a pasear en busca de algún turista ocasional, más tiempo aún). Me recuerdan, en su pulcritud (los caros, claro) a los trabajos de miniaturismo vistos en Irán. Y son baratos (o eso nos parecen) para el trabajo que tienen, pero con el chip puesto de «gasto de hoy significa menos viaje de mañana» no compramos ninguno. Aunque tampoco molan tanto. O, por lo menos, uno piensa que no son fáciles de poner en la pared de nuestro cuarto, o tal vez en el baño si pegarían bien (sin faltarles al respeto; lo digo por el colorido).
Publicado originalmente el 16 de septiembre de 2005.