Hartos de China: así estamos. De sus ciudades sin gracia; de su gente maleducada; de su sosería general; de la cultura que no encontramos; de… de muchas cosas.
Así que hemos decidido aparcar la ruta de la seda. Si, se acabó el seguir ese trayecto (dejaré el titulo de la web por cuestiones afectivas). Nos iremos para abajo, para el sur; se supone que nos vamos directitos a Tibet, a ver si nos hartamos de ver templos budistas, buen rollo y gente más cercana y afable.
La puerta de entrada a nuestro paraíso: Xining, capital del Estado de Qinhai. Cerquita, a casi mil kilómetros.
Y en marcha pero, lejos de bajar, subimos. Mucho. Subimos desde 1.100 metros sobre el nivel del mar, al que nos encontrábamos en las dunas de Dunhuang, hasta los 3.650 metros del primer puerto de montaña que pasamos, a las dos horas, así como quien no quiere la cosa. La cabeza te empieza a doler y sabes que es eso que se llama mal de altura.
Pero no pasa nada, porque ya bajamos rapidito y llegamos a Golmund, tras 8 horas de autobús por un paisaje de altiplano desértico (que, en cierta manera y salvando las distancias, nos recordó a Tajikistan), en un autobús que era lo más cómodo que puede llegar a ser (como casi todos en China), con parada incluída de media hora para deglutir nuestros queridos noodles, y tiempo suficiente de constatar que el baño de la estación de autobuses es, sin lugar a dudas, el sitio más putrefacto en el que hemos ido a hacer nuestras necesidades.
Sin nada que nos ate a Golmund, ni siquiera el nombre, salimos zumbados a la estación para intentar coger el tren que nos lleve a Xining, cosa que conseguimos con facilidad increíble. Claro que, donde se agotan los billetes, es en tercera clase; los baratos de verdad, los que puedes comprar para viajar 14 horas de noche sentado en un asiento compartido con otras tres personas, cuyo respaldo es de madera (pero, eso sí, con el asiento mullidito). Nosotros, que vamos de pijos (según estándares locales, of course), nos pillamos en literas de segunda, compartiendo no-compartimentos (sin puerta) con seis personas más. Estábamos de gracia. Camas anchas, no muy duras, mantas de puta madre (perdón) y solo dos personas más (eso sí, que ensucian y guarrean todo como 4).
Lástima que somos impacientes y cenamos (fruta y salchichas artificiales de mejor-no-saber-de-qué-están-hechas), pues pasaron carritos con delicadeces como patas de gallina, pollo asado y bandejitas de verduras rehogadas con cerdo y arroz (¡lo dicho, que aquí les mola comer bien!). Dormimos muy bien y no nos robaron las maletas (claro que prudente-paranoicamente atadas con candados a las patas de la litera, resulta complicado). Llegamos a la capital, a Xining, por la mañana, medio dormidos y descansados.
Xining es una ciudad en la que, de repente, nos encontramos bajando del tren entre tibetanos, monjes budistas, chinos, chinos musulmanes (más morenitos y con gorrito blanco; ellas, of course, tapaditas pero con pantalones) y otros inclasificables, entre los que no se encuentran ningún guiri. No es difícil: estamos entrando en zonas que ni siquiera salen en la Lonely Planet…
Y la cabeza que duele. Estamos a 2275 metros sobre el nivel del mar. Una ciudad de 2 millones de habitantes (ojo al dato: Trevelez, 1.476 metros de altura, es el pueblo más alto de España), en donde están todos juntos pero no revueltos. Por favor, cada uno en su barrio.
Sin embargo, para nosotros es la ciudad más ciudad en la que hemos estado. Podemos hacer recados y comprar cosas que nos faltan; ver edificios casi bonitos; comer en buenos restaurantes (cosa que, por presupuesto, no hacemos con exceso; tan solo, un día, un pato Pekín grasiento como pocos); quedarnos en hoteles limpios y baratos…
Empieza bien nuestra aventura tibetana.
Publicado originalmente el 13 de septiembre de 2005.