Escribir sobre Estambul es hacerlo de todo un país. Y no porque sea una vaga generalización sino, al contrario, porque esta ciudad es un megacosmos del resto del país. Tal vez eso sea lo que siempre me ha apasionado, a mí y a casi todo el que la pisa y se queda en ella la semana que merece. Tiene sus barrios islámicos, estudiantiles, obreros y de ricachones. Los de las putas y los bares de moda, los de las mezquitas y bazares, así como los de las sinagogas y los centros comerciales. Sus hammam y sus spas. La mejor selección de gabardinas y pañuelos o boutiques de New York, Milano o Tokio. Sus restaurantes donde no te dejan ni entrar por su exclusividad o las teterías en banquetas de plástico al borde del Cuerno de Oro.
Qué difícil es escribir y visitar una ciudad sin hacerlo pensando en la nuestra. Constantemente comparamos. Que si esta es más sucia pero más variada. Que si esta tiene un canal sensacional pero está llena de subidas y bajadas. Que si tiene tantos parques como carriles bicis tiene Madrid. Y la comparación puede seguir.
También debe de ser algo normal comprarla con la que un día fue o eso me conformo en pensar cada año que vengo y me sorprendo. Comparo con el Estambul que yo conocí en 2001 cuando viví en la ciudad durante un año. Por entonces no podías domiciliar los recibos de la luz o el gas, los cortes de luz eran constantes, los teléfonos móviles apenas estaban empezando y para quitar la nieve tiraban tierra en vez de sal. Y donde hoy hay una pizzería y una tienda de souvenires, estaban mi carnicero y mi peluquero, respectivamente. El turismo ha invadido mi barrio, Galata. En realidad, ya estaba tardando.
Quién la ha visto y quién la ve. Eso pienso cada vez que vuelvo pero, esta vez, hace dos años que no la pisaba. El cambio es cada vez mayor. Muchas cosas son para bien. Los atascos en el centro se han reducido, gracias a un sistema de metro que por fin empieza a ser útil por su extensión; ya se ha finalizado el Marmaray, ese tren que pasa por debajo del Bósforo uniendo Asia y Europa de manera subterránea. La iluminación en las calles es excelente, con farolas de LED por todos lados. Todo está más limpio, más cuidado (dentro de sus límites que, ojo, esto es Turquía).
Pero hace ya tiempo que la ciudad se salió del tiesto. Lo que pasa es que pocos lo vemos, pues eso queda tan lejos de Sultanahmet o Beyoğlu, que apenas se es consciente al husmear por sus callejones, por sus bazares o mezquitas… Sin embargo, las raíces de esta ciudad se han extendido tanto, que un día será del todo inabarcable. El ladrillo se ha impuesto. Enormes desarrollos urbanísticos de decenas de edificios de quince, veinte pisos se levantan en mitad de campos a las afueras, a la espera de que los centros comerciales los rodeen. El modelo urbanístico capitalista ha cuajado aquí a la perfección. Ya sabéis el formato coche-trabajo-coche-centro comercial-casa. Especulación desmesurada, como recordareis todos aquellos que visteis el enorme documental Ekumenopolis. Y los ricos, muy ricos. Vale la pena pillar un bus a zonas como Küçükceşmece en el lado europeo (de hecho junto al aeropuerto, más o menos) para flipar. Como hay que hacerlo en caso de llevar a cabo los planes de futuro en esa zona: hacer un canal sustitutivo del Bósforo, que una también el Mar de Mármara con en Negro, y obligar a los barcos a pasar por allí y no por el corazón de la ciudad. Eso sí, cobrando, que ahora no pueden. Ni un pelo de tontos.

El barrio de Etiler tiene más concesionarios de coches de lujo que restaurantes, y eso es decir mucho.
Así es como se han hecho -y aún se hacen- muchas fortunas en esta ciudad. El sector textil es uno para hacerlo. La construcción, otro. Y los bienes industriales, tres cuartas partes de lo mismo. Se ve en los coches que usa la gente, nuevos, limpios. En las casas en las que viven. En los restaurantes donde comen. No hay más que darse una vuelta por el Bósforo, por Florya, por Etiler… tantos barrios en los que los concesionarios no son de Volkswagen o Fiat, sino de Ferrari o Rolls. Por suerte también parece haber lugar para la clase media, que vive en barrios en los que ya no hay cortes eléctricos ni casas de madera a punto de hundirse. Por haber lugar en esta ciudad, lo hay hasta para miles de refugiados sirios que viven hacinados en casas abandonadas, por derruir o cayéndose. Mejor eso que ser aniquilados en su país de origen. El centro lo han invadido, este es su nuevo hogar.
Pero que nadie se asuste, muchas cosas no han cambiado en esta ciudad; los gatos siguen campando a sus anchas por todas las calles. El bigote sigue de moda, tanto como fumar un cigarrillo tras otro. Las mujeres siguen haciendo descender los cestos por las ventanas para que los dueños de las tiendas les pongan allí la compra y no tener que bajar. Se come bien en casi cualquier sitio. Los heladeros de esa especie de chicle siguen vacilando a los turistas o despistados. Y las llamadas al rezo, sus cinco veces al día, sonando cada vez más fuertes, más cercanas, eso sí.
Eso se nota. El progresivo avance islámico. En el acercamiento económico y turístico a los países árabes, que gustan de pasear por Istiklal en pantalones cortos con sus mujeres cubiertas con el chador completo, que solo deja a la vista dos ojos. El aumento de impuestos en el alcohol y las mayores restricciones a su consumo. En la mayor presencia del velo en estamentos públicos, en universidades, en los tribunales. En el objetivo de separar por completo a chicos y chicas en residencias estudiantiles públicas. En el mayor poder político de los imanes en la educación.
Nuestros amigos residentes cada vez están más quemados de la política absolutista de Erdogan, que se quiere perpetuar en la política presentándose a candidato a la presidencia turca. El desprecio a la población tras varios y consecutivos casos de corrupción. El control de las comunicaciones, la censura en internet, a redes sociales… Y ahora, también, llegando al control total del poder judicial designando desde hace unos años a los vocales del Tribunal Supremo y Constitucional.
Con todo, como decía al principio, sigo sin saber si me gusta o no, pero no puedo dejar de compararla con mi ciudad, con mi país. Y mira por donde, en esto precisamente, no somos tampoco tan diferentes. Una pena.
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He de confesar que, habiendo estado cuatro veces en Estambul, no he visto ni uno solo de esos horribles rascacielos. Para «modernidad» ya tengo Barcelona; por eso prefiero pasear por las innumerables callejuelas, en eterna pendiente, que hay en Estambul.
¡Besos a los dos!
Nosotros también preferimos las callejuelas, pero en cuanto se sale de ellas es difícil no ver los rascacielos. Eso es lo que llaman modernidad y aquí les encanta y van a por todas.
Un abrazo fuerte de los dos.
Para mí Estambul es la eterna ciudad por descubrir. Desde 2004 me escapo una semana cada año y no dejo de sorprenderme. De ver lo que ha cambiado año tras año. De descubrir nuevos barrios. De constatar lo inmensa y variada que puede ser. En Estambul todo es posible.