Y, sin darnos cuenta, ya nos estamos yendo de Gabón. Visita relámpago, o casi. Porque 15 días pueden parecer mucho, pero apenas han dado para recorrer un poco este país. Y no es que sea enorme, no. En realidad es la mitad del tamaño de España. Lo que ocurre es que el transporte es bastante difícil. Las carreteras alternan tramos de 50 kilómetros de asfalto calidad europea (con rayas, reflectantes, desagües, vallas de protección) con otros tantos kilómetros de pista fangosa, con agujeros como cráteres. A estos efectos, el segundo problema es que apenas hay población en el país, apenas un millón y medio, con lo que el transporte público formal es prácticamente inexistente. Acabas perdiendo mucho tiempo en esperas, viajando en camiones (la mayoría no vuelcan) o en «clandos» (de «clandestinos») que no son sino coches privados que hacen de taxis entre ciudades y cuya conducción pone los pelos de punta, por ponerlo suave: cuantos más trayectos hagan, más dinero ganan.
Al llegar, pasamos tres o cuatro días en Libreville, la capital, en casa de Mat, un chico francés, disfrutando de una vida casi de expatriados, moviéndonos de barbacoas con franceses y belgas a puticlubs (o bueno, algo que se le parecía mucho) con españoles (olé). También de gestiones, obteniendo el visado para Camerún, información para el de Nigeria, cambiando dinero (al final en un sitio tan peculiar como la caja del hiperrmercado). O de excursión de medio día con Mat a un cartel que pone «está Usted cruzando el Ecuador» o algo así. Esas cosas chorras también nos gustan.
La capital (medio millón de habitantes) es insulsa, pero limpia, medio moderna y cómoda para los guiris, por lo que vimos. en ella viven muchísimos expatriados franceses y gracias a eso hay enormes supermercados en los que comprar queso brie, pate de campagne o yogures Danone. Todo importado para ellos, a precios más altos que en Francia, claro está. Vienen aquí a trabajar en las compañías petroleras que han enriquecido al país; a las minas de manganesio o uranio; a extraer la madera noble de los bosques; y a construir carreteras (no siempre de asfalto, que no hay dinero para todo). Pero poco a poco, como parece que es en toda África, los chinos están haciéndose con todas las licitaciones y concursos. En breve, habrá más chinos en este país que ninguna otra nacionalidad. Seguro.
Salimos en tren hacia el interior, hacia Lopé, en la única línea ferroviaria del país. Todos nos sorprendimos mucho de llegar a la hora en un trayecto de más de cinco horas. Y nosotros, de que la falta de aire acondicionado en segunda clase no fuera tan dura como nos dijo todo el mundo (en realidad, los blanquitos expatriados, aunque seguramente nunca la han cogido): ni olía tanto a sobaco ni íbamos hacinados.
Lopé, un gran punto en nuestro mapa, resultó ser no más de una centena de casas de madera, dos ultramarinos (sorprendentemente bien surtidos) y dos hoteles. El bueno y el nuestro. Ah, y un par de restaurantes donde poder cenar brochetas de pollo y ternera a la brasa (eso sí, sin mayonesa, ni salsa Maggi y con muy poco picante). Ahí estaba el parque nacional de la Lopé, famoso por ser zona de transición entre la sabana y el gran bosque húmedo. Ese gran bosque que nos ha impresionado: cubre el 75% de todo el país. Sí, sí, el 75%. Vayas donde vayas, estás casi permanentemente rodeado de enormes árboles, a cada cual más sólido, cubiertos de plantas, lianas y trepadoras vistiendo e imposibilitando ver más allá de escasos cien o doscientos metros. Dicen que la deforestación está empezando a ser un problema, por la tala descontrolada. Nos lo creemos, aunque no hayamos visto apenas zonas grandes sin vegetación. Pero debe serlo: solo ahora se está creando la agencia estatal para la gestión de los bosques… vaya, que te venden que la tala es sostenible, que la gestión es controlada… pero no hay un organismo específico para hacerlo. Eso sí, nos hemos cruzado con muchos camiones cargados de enormes troncos, camino a los puertos y a los mercados europeos.
Y tras nuestro sonado pero, afortunadamente, anecdótico accidente de camión butano, llegamos a Franceville, la tercera localidad en tamaño del país, en su extremo este, dispersa entre colinas y verdor. De hecho, llegamos a avanzar un poco más, hasta Leconi, para ver el Cañón Rojo, a apenas diez kilómetros de la frontera con Congo. No os engañaremos, la sensación de normalidad y los comentarios de la gente sobre ese país nos hizo pensar en ir a visitarlo, pero lo dejamos para una próxima ocasión. Lo que nos ha sorprendido más en Franceville ha sido darnos cuenta de la cantidad de emigrantes que viven en este país. Los ultramarinos los llevan principalmente mauritanos, magrebíes y chadienses. Las tiendas de ferretería, casi todo libaneses o similares. Muchos puestos del bazar, generalmente los de la gente más extrovertida, suelen ser de nigerianos o gente originaria de Benin, Togo o Ghana… Es sorprendente e inocente darse cuenta: uno cree que África es uno, que cada país es un compartimento, pero no: la amalgama de gentes, de etnias, de nacionalidades viviendo en este país (y suponemos que en otros que también sean potentes económicamente) es enorme. Todo un descubrimiento para mí.
Tras el accidente, las secuelas son mentales: ahora nos parece que todo el mundo conduce deprisa. Aunque es verdad. Hay muy pocos coches, poco tránsito, así que los que circulan lo hacen como si fueran dueños y señores de las carreteras. Por eso, regresamos en tren hacia la costa (aunque fuera de noche y no pudiéramos ver el paisaje por la ventanilla) para enfilar desde N’Djole hacia el norte, hacia Camerún. Pero el trayecto en tren fue todo un show: había los que se dedicaron a emborracharse y pasarse la noche entera a gritos por los vagones (por cierto, con vino de tetrabrik español); también los niños mimados que se pasaron la noche llorando y moviéndose, dando patadas y golpes a la madre (uno de estos le tocó a Itziar delante); la gente que para no estar incómoda, se tiraba a dormir en el suelo del vagón o unos encima de los otros sin demasiados miramientos; y el vagón-restaurante, un bar en toda regla, en el que de madrugada todas las mesas estaban llenas de borrachos durmiendo, soldados incluidos. Vaya, todo un contraste con la formalidad y normalidad de la experiencia del tren de ida, que cogimos de día, para internarnos en el país.
Estamos ahora en Oyem, una pequeña ciudad de 30.000 habitantes, enfilando hacia el norte, yéndonos ya de Gabón. En todo el recorrido por el país me he acordado de la frase que no paraba de repetir Georges, un francés cincuentón que llevaba muchos años rodando por el mundo, construyendo carreteras: «Gabón no es África». Y en parte creo que tiene razón o, por lo menos, no es la idea que muchos teníamos de una África pobre y mísera. Aquí los pueblos tienen electricidad (todo el día) y agua corriente en la gran mayoría de las casas; los ultramarinos de los pequeños pueblos están bien abastecidos; la policia no chantajea a nadie si tiene los papeles en regla; el coste de la vida es caro, pero a la gente no le falta el dinero; visten bien, limpios, con ropa sin agujeros ni jirones; hay escuelas públicas en condiciones y hospitales (aunque por suerte no los hemos visitado)… Todo esto rodeado de impresionantes bosques, ríos caudalosos, recursos minerales, energéticos… Lo reconozco, me ha sorprendido muy positivamente este país (a pesar del poco tiempo que hemos tenido para recorrerlo), pues no es lo que esperaba… pero qué demonios, ¡como si África fuera una!
Ojalá haya más Gabones y ojalá sean más fáciles de disfrutar (porque si algo le falta a este país, desde el punto de vista del viajero, es desarrollar su infraestructura turística: el potencial está ahí -bosques, ríos, montañas, tribus remotas- pero apenas se puede disfrutar de él).
¡Vaya, al menos un lugar normal….Gabón….!
Os está yendo bien,,,eso me alegra.
Un abrazo, intentaré ver los videos….
Andrés