La costa de la vainilla. Sonaba bien, exótico, apetecible, tan bien que sentíamos que si no ibamos a conocerla sería dejar de ver algo que a todos nos viene a la cabeza cuando pensamos en Madagascar: en su vainilla. Así que aunque las previsiones del tiempo no eran las mejores (lluvia sin parar), hubiera que volar en avión (el mar estaba tan peligroso que varios barcos de mercancías rechazaron en el puerto de Ille de Sainte Marie a los pasajeros que esperábamos a embarcar) y que nos metíamos en un callejón de dudosa salida (la carretera del norte para salir a Diego Suarez podía estar cortada por el barro, pero lo desconocíamos) nos liamos la manta a la cabeza y compramos nuestros billetes a Sambava, la capital de la vainilla.
Aprendimos bastante de todo el proceso. Al fin y al cabo, ibamos a eso. Nos sorprendió descubrir (perdonen la ignorancia) que la vainilla es una flor, una orquidea, o más bien, el fruto de ésta. Tampoco sabíamos que no es un producto orihundo de estas latitudes, sino que fueron los franceses quienes la trajeron desde México, viendo las condiciones climatológicas del país. Todo parecía perfecto: mucha humedad, calor en la época de cosecha… pero fallaba algo que hace que la producción en este país sea algo aún más laboriosa: no hay pájaro ni insecto que polinice la flor, con lo cual hay que hacerla a mano, flor por flor, lo que constituye el primer paso en la larga cadena de obtención del producto tan deseado por fábricas de helados y yogures de medio mundo.
Estábamos ilusionados pues llegamos en la mejor época: la de la cosecha. Algunas plantas aún tenían las largas vainas, algunas de 20 centímetros, verdes, intensas, gruesas, como enormes y gordas judías verdes. Pero la mayoría estaban en sacos o en los talleres. En Andapa, pudimos ver el siguiente paso: una vez cortadas y marcadas una por una con un tampón hecho a base de agujas para identificarlas, los cultivadores deben decidir si venderlas a una empresa de transformación o secarlas y prepararlas ellos mismos. Esta era la opción de muchos agricultores, como vimos, pudiendo ganar un poco más de dinero de esa manera.
¿Cómo? Primero hay que hervirlas en agua, verdes, durante dos o tres minutos a 60 grados. Con ello pierden su rigidez, paran su crecimiento y adquieren un color rojizo. Luego se ponen a secar al sol, como pudimos ver en varios pueblos en la carretera entre Samvaba y Andapa. Hay que sacarlas cada día dos horas para que se sequen al sol, y durante tres semanas, se repite el proceso a diario. Lo importante es secarlas bien: que pierdan el agua, la humedad, que adquieran el color negruzco característico pero sin que por un exceso de sol se quemen, se endurezcan y pierdan el aroma y otras propiedades. La gente extendía en las puertas de sus casas esterillas hechas a base rafia trenzada, con decenas de vainas sobre ellas. Pasábamos por los pueblos y el olor dulce de la vainilla era intenso.
El siguiente proceso es secarlas a la sombra, sobre paneles que permiten que pase el aire y el calor, pero suavemente. Este proceso lo vimos en una fábrica de Sambava que visitamos. A partir de entonces, guardadas en cajas metálicas, recubiertas con papel de parafina, se dejan reposar varios meses, como el vino, para que se potencie su aroma, su sabor y adquiera el color negruzco deseado. En ese momento su precio se ha multiplicado y cuando se exporte (ya sea como vainas enteras, como extracto o como polvo) se encarecerá aún más su precio. Aberrantemente.
Disfrutamos mucho aprendiendo de la vainilla, no os engañaremos, pero no fue más que una excusa para recorrer y conocer esta zona, que nos enamoró. Allí, en Andapa, tuvimos una experiencia preciosa gracias a la amabilidad de Cladoris y su familia. Andábamos paseando, conociendo los alrededores de esta ciudad famosa (y rica) por sus extensos arrozales entre montañas, cuando un chico de 22 años en su bicicleta se acercó para saludarnos y practicar su inglés. Acabamos comiendo en su casa, horas después, compartiendo su arroz con lentejas y nuestros panes con sardinas. Una ocasión única para conocer mejor cómo viven, qué comen, cómo son, sin esperar nada más a cambio que nuestro tiempo y amistad.
Con la excusa de no caer en la tentación y de no ver el partido de la final del Mundial entre España y Holanda (no habíamos visto ninguno y la selección iba ganando, así que era mejor no tentar la suerte) durante un par de días nos fuimos al único lugar de la zona que no tenía televisiones ni cobertura de móvil: el campamento del Parque Nacional Marojejy, uno de los últimos bosques vírgenes del país. En él nos entretuvimos un par de días lluviosos. No faltaron las caídas, el barro, los mosquitos ni, por supuesto, las curiosas pero desagradables sanguijuelas, que se empeñaban en intentar subir por nuestras zapatillas en busca de carne y venas para succionarnos la sangre.
Pero la aventura no fue sortear las sanguijelas, sino, de vuelta a Sambava, subirnos en un taxi-brousse con otros 41 pasajeros. No podíamos dejarlo pasar y esperar a otro que, si viniera, lo haría igual de cargado. Así que (madres, no sigáis leyendo) hicimos una de esas cosas que no hay que hacer: ir en el balcón, que es como llaman a esa plataforma mínima que las furgonetas tienen detrás para facilitar la subida y bajada de pasajeros. No íbamos solos, junto a nosotros iban una chica (ella tuvo suerte e iba detrás de la escalera para subir al techo), un gendarme (sí, de esos que controlan que los taxi-brousses no vayan sobrecargados), el cobrador y otro pasajero al que encargaron la tarea de llevar el taco de madera que habría que colocar como tope a la rueda trasera en caso de que la furgoneta se fuera para atrás en una cuesta. Así nos pasamos casi una hora, justo hasta que la furgoneta perdió la rueda trasera izquierda junto con parte del eje, que fue a parar a los matojos que bordeaban la carretera. Nadie, excepto nosotros, pareció sorprendido, asustado por lo peligroso de lo que acababa de suceder o ni siquiera contrariado por el retraso que esto supondría. El pasajero que venía con nosotros en el balcón resultó ser camionero y un gran mecánico y colocó el eje y la rueda en su sitio sin ni siquiera necesitar ese par de piezas que nos pasamos un buen rato buscando en la cuneta y no pudimos encontrar.
Tras Sambava, fuimos a Daraina a ver lemures pero lo que encontramos fueron otros animales: los hombres que no estaban borrachos, estaban resacosos. Es lo que pasa cuando llegas un miércoles a un pueblo en el que los martes es fady (tabú, prohibido) trabajar el campo, además es día de mercado y quienes han ido a vender el oro y piedras preciosas que hay por aquí tienen dinero para gastar. Así que además de niños pidiendo caramelos, bolis o dinero -a lo que ya estábamos más o menos acostumbrados- encontramos unos cuantos hombretones que nos pedían dinero para ron o, directamente, que les diéramos la botella de cerveza que nos estábamos bebiendo. Daraina, si no fuera por los materiales de construcción de las casas, bien podría haber sido un pueblo de las películas del oeste: una sola calle, polvorienta, sin una sombra, por la que rodaban… cajas de cartón en vez de esas bolas de paja. Bueno, los cebúes paseando por la calle también le daban un toque distinto a los pueblos de Texas… Pero lo que de verdad nos hizo cogerle manía fue pasar la noche sin poder descansar: por las dos horas de charla telefónica de nuestra vecina, que no calló ni con nuestros golpes y voces; por los constantes ladridos de los perros, que no abren el pico en todo el día hasta que oscurece y entonces se explayan; porque cuando un camión o un taxi-brousse nocturno se detiene para que los pasajeron coman algo, dejan la música puesta a todo trapo y pitan estruendosamente para avisar de su llegada y partida. Y por el mal ambiente que respiramos ahí (solo compensado por la simpática y generosa pareja de franceses que nos llevaron en su coche a visitar un parque), porque teníamos la sensación de que nos intentaron timar todo el rato y por las ocho horas de espera a que pasara algún taxi-brousse. Pero al menos vimos lemures blancos que parecían de peluche (aunque siguen pareciendo una mezcla entre mono y rata).
Y cuando creíamos haberlo visto todo, haber sufrido baches como cráteres, coches destartalados y apretujamientos inhumanos, llegó la que se ha ganado a pulso el título de «Peor Carretera Jamás Sufrida en Madagascar o en Cualquier Otro Lugar del mundo». La penitencia fueron «escasas» seis horas para recorrer 109 kilómetros (sorprendemente no superan nuestro record de velocidad mínima) en los que fuimos en el que ha recibido el título de «Taxi-Brousse Más Incómodo de Madagascar», zarandeados sin piedad en plena noche, tragando el polvo de los coches precedentes, conducido por el «Conductor con la Vejiga Más Pequeña», con la música a un volumen aberrante (suerte que siempre llevamos los tapones a mano) y esos cercanos y cariñosos vecinos que se obstinaban en dormirse sobre nosotros. Aún hoy, en Antsiranana, reponiéndonos de esos desenfrenos y desbarajustes, nos preguntamos cómo eran capaces de conciliar el sueño en esas condiciones…
Cualquiera de vuestras narraciones hace cómodo, rápido y puntual el peor de los autobuses que haya cogido en mi vida 🙂
Aunque ayer un sierraleonés me contó un viaje de 5 horas para 50 km en su patria que recordaba bastante a los vuestros. Debe ser que la cosa es así en más o menos todo el continente. Lo bueno es que, para cuando lleguéis a esas alturas geográficas, ya tendréis callo para los baches y capacidad de perder la noción del tiempo, y os dará igual 🙂
Muchos besos desde la puntual y cómoda Alemania
Marìa, tienes razòn, parece que en todo el continente funciona un poco asì. Menos mal que el callo ya lo empezamos a tener y cada vez somos capaces de dormir en situaciones màs inverosìmiles… !Besos!
Pareja…..Abrazos…
Repostar con el motor encendido…..¡Uhmmmmm! no probaré en la moto pues.
Ahora aquí 39 grados. No vengais esto es un horno.
Se abolieron las corridas de toros en Cataluña, bien.
Andrés