Nuestro tercer día en Lesoto parecía sencillo: de Muela, donde habíamos dormido, a Semonkong, en pleno corazón del país, solo hay 296 kms. Después de dos días utilizando el transporte público sabíamos que era frecuente, rápido y barato, así que agarramos las mochilas y nos lanzamos a la carretera.
Apenas tuvimos que esperar unos minutos, el primer vehiculo que pasó era un taxi compartido, justo lo que necesitábamos. Por suerte, además tenía dos plazas libres. Como en Lesoto no se deja a nadie en tierra, el cobrador hizo salir a las tres personas de la cuarta y última fila para encajar una de nuestras mochilas bajo su asiento y embutirlas de nuevo, junto con Itziar, al fondo de la furgoneta. La mochila de Pablo no cabía bajo ningún asiento, así que el cobrador encontró una fácil solución: llevarla puesta sobre sus piernas (las de Pablo, claro). No era la primera ni sería la última vez, todo el mundo viajaba así: había sitio previsto para las personas pero no para las maletas, paquetes, bolsas, bidones o cubos. El taxi ya estaba lleno, estábamos los catorce pasajeros, el conductor y el cobrador, además de los niños, que al ir sentados en las faldas de sus madres no computan a efectos del máximo permitido. Lejos de ser la configuración definitiva hasta nuestro destino, 50 kms más allá, tuvimos que para cuatro veces más, para dejar bajar y luego subir a otros pasajeros, con la consiguiente reorganización, recompactación y encaje de personas y mercancías. Por suerte, en la quinta y última parada, la policía solo hizo bajar al conductor, que a falta del permiso de conducir, suponemos que arregló el asunto con un par de billetes, pues lejos de impedirle seguir conduciendo proseguimos nuestro camino veinte minutos después.
Llegamos a la estación de Butha-Buthe, donde fuimos asignados a otro taxi compartido que esperaba vacío la llegada de pasajeros para salir zumbando. Tuvimos la ¿suerte? de sentarnos junto al conductor, las plazas más codiciadas, pudiendo dejar nuestras mochilas debajo de un asiento que después sería ocupado por una gorda y su maleta gigante. Planchado gratuito para nuestras camisas. Desde la primera fila fuimos espectadores de adelantamientos kamikaces a otros taxis para “robarles” los clientes, de la habilidad del conductor para sortear los agujeros del asfalto, pudimos constatar el exceso de velocidad que desde los asientos de atrás habíamos sospechado y admirar sus excelentes reflejos para esquivar las vacas y ovejas que cruzan la carretera. Todo ello por supuesto sin cinturones de seguridad, cosa que no pareció importar a la policía del segundo control, más preocupada de encontrar algún fallo en los papeles del vehículo que de la seguridad de los viajeros.
En Maputsuoe, inicio de nuestro siguiente tramo, tuvimos la suerte de poder elegir y cambiamos los sudores y apretones del taxi compartido por el más cómodo e impersonal minibús. Para nuestra sorpresa salió medio vacío. Pero pronto descubrimos el porqué: durante 75 kms paró a prácticamente cada una de las personas que caminaba junto a la carretera para preguntarles si querían subir, aunque solo fuera, para muchos, una centena de metros. Y no solo a estos, sino a todos aquellos que bajando por pequeños caminos de los pueblos circundantes se acercaban a la carretera, sin ninguna prisa. A nadie parecía importarle perder media mañana en aquel maldito minibús.
Ya estábamos en Maseru, la capital de Lesoto. Sorprendentemente tuvimos tiempo de comprar dos manzanas antes de ser embutidos en otro taxi compartido, ocupando nuevamente las dos últimas plazas en la última fila. Parecía que siempre nos estuvieran esperando, pero el entumecimientos de todas las articulaciones producido conforme avanzábamos nos hizo sospechar que mucha gente prefiere esperar a otro taxi antes que ocupar los últimos asientos del que está por salir. En el tercer control de policía del día el problema no fueron los papeles, sino el exceso de pasajeros: llevábamos uno más de los catorce pasajeros permitidos. Tras un tira y afloja de un cuarto de hora entre el conductor y el guardia, el cobrador le susurró algo a la pasajera más joven, que se bajó de la furgoneta y se marchó caminando. Nos dejaron continuar ruta, no sin antes pagar la multa o, siendo malpensados, el consabido soborno, que siempre sale más barato. Y doscientos metros después recogimos a la decimoquinta pasajera.
Como sardinas en lata llegamos a Roma (si, a Roma) con el tiempo casi justo para comernos el mejor pollo a la parrilla del mundo, con su verdura y su papa (esa pasta de maiz con la que se puede hacer una casa) y saltar al autobus que va a Semonkong, en medio del pais. El autobus iba lleno pero en Africa siempre hay sitio para uno mas. Y cuando no cabe ni un alfiler, suben tres mujeres mas con sus correspondientes churumbeles a la espalda y sus bolsas sobre la cabeza. Y con un codo en los rinyones, la pierna de un ninyo en las costillas y un senyor con un pollo vivo (al menos cuando subio, no sabemos como llego a destino) mirandonos fijamente, llegamos a Semonkong. Solo habian sido cuatro horas apretujados, can el aire viciado (no les gusta nada nada abrir las ventanillas) y soportando la musica de moda: el tio del acordeon que no canta sino grita.
Total: 10 horas de trayecto para 296 kms, en todos los medios posibles de la zona. Bueno, menos el taxi privado, que no estamos para tanto dispendio. Y para rematar, al dia siguiente recorrimos el pueblo a caballo.
que envidia me dais.algun dia os encontrais conmigo y con mi mochila por alli jejejeje .no dejeis de escribir para contarnos.feliz viaje