Y cómo pasa el tiempo y ya estamos en navidades, como quien dice. No es plan quedarse mucho más tiempo por aquí, así que, como esa marca de turrones de cuyo nombre no me quiero acordar, volvemos a casa por navidad. Un poco antes, en realidad, exactamente el sábado 17 de diciembre. Yo aterrizo en Barajas; Anna, en El Prat. A partir de ahí, visitaremos muy a menudo los aeropuertos, estaciones de tren y de autobuses, para seguir con la mayor normalidad posible nuestra relación.
El caso es que, por aquí, nos sentimos ya en navidad. Filipinas y los filipinos en particular son muy religiosos y todos tienen colgados, en sus casas, decenas de luces de colores y abetos llenos de adornos, como en… ¡¡EEUU!! No nos engañemos, que aquí la influencia española se borra a marchas forzadas. Además me huelo, aunque no lo he preguntado, que aquí no llegan los Reyes Magos, sino Papá Noel, y eso aunque hayamos visto decenas de pesebres en las calles y plazas (aunque no hemos tenido tiempo de ver si Baltasar es negro o no). Aquí, en Filipinas, prefieren mirar al otro lado del Pacífico para buscar referencias culturales. ¡Como si no tuvieran suficientes con las suyas!
En fin, que estamos disfrutando muchísimo Filipinas. Tal vez porque es como el sprint final e, inconscientemente, estamos intentando sacarle el máximo jugo al viaje; las últimas gotas de néctar a este viaje único que ya toca a su fin… O tal vez porque Filipinas mola.
Mola porque, lejos de la imagen que tenemos en España de país de playas y sol, por ahora apenas hemos pisado una playa y el sol ha brillado por su ausencia: dos semanas de lluvia casi non-stop. Un conazo. Y oímos que, por el sur de Manila, hay inundaciones. No me extraña.
La primera semana fue ajetreada, en el norte del país (en la isla de Luzón), de rollo montaña. Estuvimos disfrutando, nuevamente, de velocidades punta de 20 kilómetros por hora en transportes públicos abarrotados, hoteles de no más de 3 dólares por cabeza (y, por supuesto, con ducha estilo cubos de agua, ¡y fría!) y muchas caras de sorpresa entre la población local (aunque no éramos, ni mucho menos, los únicos guiris).
La primera parada fue Vigan, una ciudad de ambiente mexicano, con edificios coloniales, catedrales como Dios manda (nunca mejor dicho) y calesas tiradas por caballos, además de cientos de triciclos polucionadores (taxi-motos con sidecars en las que la gente se desplaza por la ciudad). Solo que aquí nadie habla español, y qué raro parece, pues todos se llaman Gloria Fernández o Inocencio Magallan y nombres así.
Luego estuvimos en Segada, viendo cómo secan en mojama a los muertos (como bien apuntó mi tío, curiosa descripción), colgando sus ataúdes de acantilados (cuidado, solo unos pocos, pero los suficientes para que vengan los turistas) y paseando por sus montañas llenas de pinos, cual montaña de España. Después, las bellas terrazas para el cultivo del arroz de Banaue y, sobretodo, Batad, construídas hace más de dos mil años en mitad de las montañas, desafiando la jungla y las pendientes. Mágicas, sobre todo entre la niebla y la lluvia que aparecía y desaparecía en cosa de segundos (¡suerte de chubasqueros!). Allí hicimos un día de treking (vaya, un par de horitas, que tampoco es plan cansarse) por las montañas, en mitad de la jungla, casi pasando frío y disfrutando enormemente.
Publicado originalmente el 4 de diciembre de 2005.