Como tampoco es plan relajarnos, salimos zumbando al día siguiente. En un jeepney (un cruce entre land rover cutre y bus pequeño) que sirve para apilar el mayor número de gente posible, con el fin de recorrer carreteras sin asfaltar a velocidades punta de entre 15 y 20 kilómetros por hora. Así que, en un total de 12 horas (y algo así como 150 kilómetros), rotas para hacer noche en la imperceptible ciudad de Cervantes (en la cual, por tener cocina en el «hotel», cocinamos una tortillita de patatas, como en casa), llegamos a Sagada, que merece un párrafo aparte.
Pues es famosa por dos cosas:
Uno, por su naturaleza, pues a casi 1500 metros, lejos de tener jungla tropical, pasamos frío (el forro polar gordo se quedó esperándonos en Singapur; qué poco precavidos), tenemos lluvia y estamos en medio de bosques de pinos cual montañas de los Picos de Europa, lo menos. Otra vez teniendo que pensar dónde estamos, si no nos hemos teletransportado.
Aunque, cuando vemos la segunda atracción de Sagada, nos damos cuenta de que no: a algunos muertos los cuelgan en sus sarcófagos de acantilados y dejan que sea el tiempo el que los pudra, allí en lo alto. Por no decir de aquellas familias que, una vez muerto el familiar, le dejan entre dos y tres semanas sentado en el balcón de casa, encima de un pequeño fuego que le «momifica» (aunque esto no lo hemos visto) para que su espíritu salga libremente. Familias que, una vez enterrado el muerto, si el muerto les llama (con llamadas paranormales, of course), lo sacan para limpiarlo de las impurezas que pueda tener (esto lo hemos visto en fotos hoy). En fin, viejas tradiciones que los españoles intentaron erradicar sin mucho éxito, y que hoy hacen que guiris como nosotros estemos por pueblecitos que, en otras crónicas, tendrían rango (o casi) de estar en el culo de Filipinas.
¡¡De nuevo, VIAJANDO!!
Publicado originalmente el 27 de noviembre de 2005.