Pues sí, señores y señoras. Aquí estoy, con mis treinta nuevos años, recién cumplidos y celebrados en Filipinas. Qué mejor sitio para hacerlo además que Segada, a la luz de la vela con un sándwich club, una ensalada Cesar y una sopa de vegetales, todo regado por cerveza San Miguel, acompañado por Anna… Todo un lujo, sin duda.
Ya llevamos cuatro días en este país y la verdad es que estamos disfrutándolo mucho, como volviendo a viajar en serio nuevamente. Y eso aunque, desde la salida, no pintaba demasiado bien. Un vuelo rollo low cost desde Singapur a Clark (solo $70 la ida) pilotado por un escocés, aunque con un Boeing recién estrenado. Un aterrizaje en la ex base aérea Americana Clark que, ahora en el antiguo hangar, dan visados y tus maletas, si es que has llegado sano y salvo. Todo en orden, pero en mitad de la nada, a dos horas de Manila.
Opciones:
1) Ir a Manila en un cómodo bus, a esas dos horas.
2) Quedarnos a dormir por allí o en la ciudad de Los Angeles, conocido como el centro de la prostitución en Filipinas, lo cual no pintaba mal.
3) Coger un autobús 9 horas para ir a Vigan, en el norte del país, a reencontrarnos con los mejores restos de arquitectura colonial española del país.
Sin dudar, y a pesar de habernos papado 4 horas de vuelo, optamos por la opción tres. Ya sé que lo sabíais. ¿Que opción, si no? Hay que volver a pisar la carretera y sufrir, que no estamos de vacaciones, por mucha Filipinas que esto sea.
Así que, desde el autobús, vemos las decenas de 7-eleven; franquicias varias de donuts; restaurantes rollo americano con largas barras metálicas; y uno piensa que se ha equivocado de país. Y recuerda que, hasta hace nada, los EE.UU. gobernaban, o casi, por aquí. Ya vemos que dejaron lo mejor.
Pasan las horas y vemos cientos de iglesias (con el simpático cartel sobre la puerta en todas: «Iglesia Ni Cristo»), parroquias, centros religiosos y demás. Y carteles con cosas como «Farmacia Gómez» o «Funeraria López» o «Eduardo Ugarte for President» y entonces flipas, porque te crees que has aterrizado en Sudamérica. Aunque, cuando intentas comunicarte en español, te das cuenta de que aquí no sirve de nada. ¡De hecho, cuando decimos nuestros nombres, a veces nos dicen que tenemos nombres filipinos! Lo que faltaba por oír.
Con éstas, llegamos a Vigan, en la que pasamos un día de paseo entre carruajes (llamados aquí «Calesas»), iglesias, una catedral comme il faut (precisamente la de San Pablo) y plazas como centro de reunión; algo tan raro en Asia y tan arraigado en la cultura española, sin duda. Y comemos «empanadas» y desayunamos «huevos con longaniza» y joder, uno piensa que estamos en otro lugar, a miles de kilómetros.
Publicado originalmente el 25 de noviembre de 2005.