La entrada a Mandalay fue como un oasis tras China. Gente sonriente, relajada, amable, que hablaba inglés, con buena comida, barato: lo que un turista busca, ¿no? Lo que no esperaba encontrar fue la mezcla de gente, de raza y religiones. Aunque, como en Malasia, eso debe ser herencia británica, pues Myanmar también fue colonia británica y se trajo a nepalíes y a indios a trabajar, que hicieron avanzar el país con su carácter emprendedor y activo. Allí se quedaron, viviendo con los myanmarenos y nepalíes. Sorprende si no lo esperas, porque ves templos indios, musulmanes, cristianos, budistas… y puedes comer indio (curry), nepalí (curry), birmano (curry para variar). En fin, de todo, un lujo. Lo contrario a la ciudad: pobre, hecha polvo, dejada, pero con bellos edificios coloniales y muchísima actividad (tiendas, mercadillos, heladerías, templos). De un lado a otro en ricksaw o, lo que es lo mismo, sentado en una bicicleta que un tío pedalea por ti. Decenas de templos budistas, estupas doradas de oro, budas recubiertos de pan de oro, incienso y pies descalzos al entrar en los mugrientos templos (por respeto, claramente no por limpieza).
Sr. Gobierno, ¿puedo ir a ver un pueblo que se llama Pyin U Lin? No miraré más que lo turístico, ¿vale? Como nos dejan vemos este pueblo anecdótico, y no lo es por su tamaño, sino por su carácter. Pues parece Inglaterra. Está en la montaña y hace fresco («solo 25 grados»), pero lo increíble son las viejas casas tipo campiña inglesa que se construyeron allí durante los años de control inglés. Con la bici, visitas un jardín botánico que te hace creer en Wales y, al volver, pasas por casas que te hacen creer haberte teletransportado a Yorkshire, lo menos. Sin más interés que esto, y que hay más indios que myanmarenos, uno ya no sabe si ha visitado Inglaterra, India o si sigue en Myanmar.
Lo que hubiera sido un error dejar sin visitar es Bagan, o la mayor concentración de templos de los SX a XIV que yo haya visto. Aunque, para llegar allí, nos sableen $15 por un ferry exclusivo para turistas (eso no lo sabes hasta llegar allí) en el que te hacen sentir, lo quieras o no, parte de un paquete organizado: horror. Todo lo que el viajero independiente no desea ser: ¡una parte de un grupo de la que no puede escapar! Pero los templos impresionan, esparcidos a lo largo de una superficie de 10 X 10 kilómetros, unos en ruinas totales, otros en perfecto estado, otros demasiado reconstruidos como para seguir siendo bellos per se. No obstante, ver amanecer con el sol saliendo entre los templos, o recorrer en bicicleta en silencio todos los caminos que los conectan, o ver atardecer desde lo alto de alguna de estas moles de ladrillo rojo es un lujo, algo que tardaré en olvidar. Sobre todo, la sensación de soledad y tranquilidad que tuvimos durante 3 días, simplemente visitando los templos menos turísticos, más alejados y sin acceso para los autobuses (que tampoco eran tantos).
Lo peor viene cuando decidimos regalarnos unas vacaciones en Myanmar, en la playa de Ngapali. Cerca en el mapa; lejos, muy lejos en nuestros culos. Diez horas de autobús hasta Maymo (por suerte en un autobús como tal, con todos sus asientos y suspensiones), más otras 16 montados en un minibús (por llamarlo de alguna manera) que transportaba mercancías y, en el espacio libre, también personas (nosotros y cinco más), fueron como un suplicio ante el cual cualquier playa hubiese sido buena. Pues 16 horas montados en asientos a un metro de altura, bajo los cuales llevábamos sacos pestilentes de cebollas, en los cuales cada dos horas había un registro de pasaportes (con lo cual para dormir, aún más jodido) pueden con cualquiera. Ngapali nos pareció la mejor playa que vimos en mucho, mucho tiempo. Para mí, la primera en seis meses de viaje. Casi ni me acordaba del olor a mar.
Así que estuvimos de vacaciones. Siestas. Levantarnos tarde. Desayunos buffet libre de fruta, huevos y tallarines picantes hasta reventar. Sol, mucho. Mucha más crema, pues aquí pica de verdad. Paseos por la playa de arena, cenas de gambas y centollos a la parilla, pescados recién bajados de la barca, cócteles viendo las puestas del sol (justo a la hora del happy hour en el resort de guays). Y que rápido pasan 4 días cuando estás tan bien y tranquilo.
Para recordar la vuelta a la realidad del país en el que estás, otras 17 horas de bus para llegar a Yangon. Que podríamos haber volado, pero también habernos quedado sin dólares y tampoco es plan. Así que de vuelta al bus express (el que solo lleva pasajeros), pero por caminos de tierra, de botes constantes, de más controles policiales (esta vez solo 4), de falta de sueño, de ronquidos de gente que sí tiene la suerte de dormir cuando tú no… y de llegar reventado a la capital, pensando en los $70 que costaba el avión y los $7 que costaba tu billete. Y en que uno tardaba media hora y otro diecisiete. Tampoco era tanta la diferencia…
A lo hecho, pecho. Yangon es, normalmente, la primera etapa de la gente. Para nosotros, la última. Así que, hartos de templos budistas, tampoco nos impresionó tanto el centro de peregrinación más importante del país. Ni la mezcla de gente. Ni poder comer o probar de todo. Sí nos molestó lo plastas que, a veces, pueden llegar a ser con el turista con tal de conseguir meterte en un taxi, cambiarte dinero o cosas triviales como esas. A pesar de eso, la ciudad nos gustó. Con edificios coloniales, con buenos y (en comparación con el resto del país) caros restaurantes, ajetreo constante, bullicio, mercadillos nocturnos, cines en inglés y caros souvenires… En fin, un poco lo que toda ciudad asiática es y que, en el fondo, tanto me gusta.
Publicado originalmente el 6 de noviembre de 2005.