En China, uno tiene que aprender a relativizar los conceptos de espacio o tiempo. En China, uno se da cuenta que dos puntos cercanos en el mapa no significan nada. En China, nada significa que entre Hotan y Urumqi nos han tocado 20 horas en autobús (y porque cogimos el express; la otra opción eran 25 horas), el trayecto más largo que yo haya hecho nunca hasta el momento. Pues vaya record, ¿no?
Lo que salva que este trayecto pase de ser una tortura a algo realmente apetecible es el hecho de que la carretera que une las dos ciudades pasa por el medio del desierto de Taklamantan, que no es sino el segundo desierto de arena y dunas más grande del mundo, tras el Sahara. Y, sin duda, el más accesible, porque ¿cuántos desiertos conocéis que estén partidos, literalmente, por la mitad por una autopista? Los chinos, cuando hacen algo, lo hacen a conciencia. Temblemos, europeos…
¿Cómo hacer esas 20 horas lo más agradables posible? Pues han inventado los autobuses sleepers. Es decir, en vez de asientos, camas. Así, como trenes con ruedas. Tres filas de literas. Ventana, centro, ventana. Nos tocan los últimos asientos disponibles, los de más atrás (centro y ventana), en el piso de abajo. Por suerte, o desgracia, el autobús es «de lujo». Vaya, que tiene aire acondicionado. Eso significa que las ventanillas no se pueden abrir, con lo que los 32 chinos que viajan en él (los uygures, por supuesto, van en el barato) no pueden entretenerse en su hobby favorito: fumar. Significa que no sudarán, con lo que los olores de sobacos y demás sudores serán minimizados (los de los pies, arraigados en el zapato, por desgracia, están muy presentes todo el trayecto). Por desgracia, significa que, o bien nos achicharramos (ya sabemos por qué nadie quiere esos asientos: ¡van encima del motor!), o nos pelamos de frío a criterio del conductor. También significa que los resfriados de otros pasajeros pueden pasar a nosotros fácilmente con innumerables estornudos.
La travesía en sí es interesantísima. Al principio, bordeamos por 4 horas el desierto, pasando por los pueblos y pequeñas ciudades oasis del camino, con las primeras dunas serias a la vista para abrir como aperitivo. Hacemos la primera parada en el último pueblo antes del desierto: ¡Todo el mundo abajo! 45 minutos para comer un arrocito (mejor no mirar las cocinas) antes de empezar la travesía (¡crucemos los dedos porque no nos siente mal!).
Ésta, por suerte, es tan increíble como esperaba. Durante más de 300 kilómetros, el autobús pasa por dunas, y dunas, y dunas y más dunas, sin interrupción, sin descanso; a cual más bonita, a cual más bella, incansables, infinitas. Uno se siente como quien atraviesa el océano en un barco, pero éste de arena, pues en el horizonte solo hay dunas, y a los lados, allá donde miramos, solo vemos eso: dunas. Hace raro, pues uno piensa en el desierto como algo remoto, lejano, inaccesible, al que hay que llegar en 4X4 o camello o así, un rollo un poco mítico, en plan Lawrence de Arabia, y cuesta asimilar que estamos cruzándolo en autobús, a 100 km/h. En una autopista que ya quisiéramos en España. Una autopista que, para que no se la coma el desierto, le han puesto plantas 100 metros a cada lado e instalado casi cien pozos de riego automático para que vivan y crezcan (lo dicho: los chinos, cuando se ponen, se ponen).
Por desgracia, la noche cae y el trayecto sigue por el desierto durante 10 horas más hasta llegar a la ciudad de Urumqi (capital de provincia), aunque de eso poco más vemos. Pero solo por el desierto visto, inmenso, las dificultades para dormir, lo pesado de estar 20 horas en un autobús y encima atufados y muertos de calor o frío, han valido la pena. Solo lamentar que no hiciéramos alguna paradita para fotos en el trayecto, pues eso es lo que pasa cuando no vamos de mega-pijos alquilando nuestro transporte privado.
Publicado originalmente el 1 de septiembre de 2005.