ARTÍCULO PUBLICADO EN LA REVISTA DE VIAJE ALTAIR, NÚMERO 71, DE MAYO 2011 (DESCARGABLE EN PDF PULSANDO SOBRE LA IMAGEN).
Llegamos de noche a Antsirabe, la capital malgache de los pousse-pousse, esos carros de tracción humana con dos ruedas y un asiento para pasajeros. Al bajar de la furgoneta, al igual que el resto de pasajeros, contratamos uno para que nos llevara al hostal. Cargamos las dos mochilas y nos subimos ambos. Parecía increíble que aquel hombre tan escuálido fuera a poder con todo aquel peso. Pero insistió y se peleó con otros para retenernos como sus clientes.
Sentados cómodamente en el carro nuestra conciencia empezó a removerse al oírle resoplar por el esfuerzo y ver cómo el sudor le empapaba la espalda. Corría sin descanso tirando de nosotros y, además, descalzo. No hubo que esperar al final del trayecto, quince minutos después, para que nos asaltaran las dudas. ¿Era razonable, ético, pedir que alguien se esforzara de esa manera por nosotros? ¿Lo estábamos explotando? ¿Contratándolo perpetuábamos aquel duro y exigente trabajo? ¿No hubiera sido mejor esperar a intentar coger un taxi motorizado aunque apenas circularan en aquella ciudad?
Lo que sucedía era algo tan sencillo como que habíamos pagado a alguien para transportarnos, sí, pero con su propio esfuerzo y sudor; no solo eso, lo que ocurría es que veíamos cómo lo realizaba delante de nosotros. Era esto lo que nos hacía sentir culpables: éramos conscientes del esfuerzo, se nos hacía evidente. Como quien contrata un porteador para cargar con nuestra la mochila o un remero para que remonte el río en la piragua, en lugar de hacerlo uno mismo. Sí, lo que más nos incomodaba era el hecho de que ese trabajo que juzgamos como agotador fuera tan visible.
No es extraño. En nuestra sociedad hemos intentado eliminar o, al menos, minimizar los trabajos más duros, el esfuerzo físico, el sudor. En nuestro mundo son las máquinas y motores los que hacen estos trabajos y, por eso, pedir que una persona haga aquello que normalmente en nuestros países de origen haría una máquina nos hace sentir algo inhumanos. Nos parece indigno y verlo, además, nos perturba.
A veces pensamos que viajamos para ponernos a prueba frente a situaciones en las que nuestros valores no sirven, no son aplicables a la realidad en la que nos encontramos. Para aprender que en el mundo hay tantas realidades como países, culturas o gentes. Sin embargo, ajustarnos a estas nuevas situaciones no es fácil, ni instantáneo y decidir si nos parecen aceptables o no puede ser algo que lleva un buen tiempo, muchas veces más que el propio viaje. Tanto nos impactaron nuestras sensaciones y dudas que nos lo pensamos dos veces antes de volver a contratar los servicios de un pousse-pousse. Y con ello, visto ahora con perspectiva, contribuimos bien poco a que algunos de esos hombres ganaran honradamente algo más de dinero al final del día. Allí aquel era el medio de transporte habitual, pero nuestros recelos (o valores) no nos ayudaron a verlo con los ojos de la cultura que visitábamos
Tiene gracia, es exactamente lo mismo que nos pasó a nosotros en México cuando un chaval gordito sudaba y resoplaba para llevarnos 5 km cuesta arriba en un chisme de esos, aunque este tirado por una bici. Esa duda existencial entre estar haciendo algo bueno al mantenerle, o malo al explotarle… Nosotros lavamos un poco la conciencia pagándole el doble de lo que habíamos pactado, pero sin quedarnos muy satisfechos de nosotros mismos tampoco.
Sigo sin tener la duda resuelta.
Ya no entramos con la regularidad de antes.Me alegro que siga el viaje aunque sea viviéndolo de nuevo al contarlo y ,todavía ,sin cansaros de ello.
Creo que no hablasteis de este pasaje en «Africa de cabo a rabo» cuando sucedió en Madagascar ;os habeis guardado cosas pillastres….
Esperamos veros pronto