Dejamos atrás las grandes ciudades saharauis para entrar en pequeños pueblos marroquíes. Cambiamos la arena del desierto por el mar, la aridez del ambiente por los campos y colinas fértiles, el pescado frito por las aceitunas y naranjas. Estábamos contentos y, en cierta manera, era como estar en casa.
Los grand-taxis seguían abriéndonos camino (cuatro sentados en la parte de atrás y dos delante, sin cinturón, claro) por carreteras entre ¡por fin! montes con hierba, riachuelos, rebaños de ovejas e, incluso, algunos árboles. Quedaba claro que estábamos dejando el desierto a nuestras espaldas. Y nos alegraba el nuevo cambio de paisaje, resultaba familiar.
Y más cuando vimos el escudo de un águila con sus flechas y yugo sobre el pórtico de entrada al casino abandonado de Sidi Ifni… Pero es que este pequeño pueblo (fundado en 1934) un día fue la antigua capital de la minúscula provincia de ultramar española llamada Ifni. Poco duró la “unidad y grandeza”, pero ahí quedan estupendos edificios coloniales, algún hotel de nombre castellano (“La suerte loca”) y camareros como Ahmed apodado “el churro”, que con gracia seguía la conversación en español de dos granaínos, de los que han nacido en Marruecos y van y vienen de uno a otro país. Seguro que muchos aún recuerdan los días en que se comía chorizo y paella los domingos al sol. A falta de eso, nosotros encantados con el cuscús, los cafés con leche de verdad (au revoir, Nescafé) y el olor a especias de los mercados. Aunque lo de entendernos nos costara mucho más otra vez: aquí hablan francés de verdad, para nuestro desconsuelo.
La escala duró poco, pues nos aguardaba una de las joyas de la costa sur marroquí: Mirhleft, uno de esos pueblos que empiezan a salpicar descontroladamente la costa sur. Junto a las impresionantes playas, ocultas en los acantilados, el desarrollo urbanístico va llenando de edificios solitarios salpicando el pasto. Y como el terreno es caro, estrechas casas tres pisos, cada uno de no más de quince metros cuadrados, son la norma. La llegada desconcertante: nada más pisar el asfalto, tres chicos que se peleaban entre sí para mentirnos y convencernos para alquilar el piso por el que se llevaban comisión. Y juntaron el hambre con las ganas de comer: nos dejamos liar y acabamos en una casa de esas. Eso sí, a un precio tan regateado que por lo barato nos da vergüenza admitir. Pasamos de hotel. Dos días pasaron paseando de una playa a otra, dándole al tajine y al té a la menta y adivinando cuántos minutos debían faltar para la llamada al rezo por la altura del sol en el horizonte… y, también, descansando unas décimas de fiebre que Itziar empezaba a tener.
Seguimos serpenteando por la costa hasta Tagazout, cruzándonos con decenas de caravanas: jubilados franceses en auténticos buques acorazados con ruedas, recorriendo sin prisa el país. En este pueblecito fue un aparcacoches avispado quien nos mostró el apartamento que nos gustó ganándose así la consabida comisión. Un comerciante, un paseante y varios espontáneos no nos convencieron. Uno incluso nos alquilaba su habitación, con los calcetines sobre la mesilla. “Os la limpio en un momentito” nos gritaba mientras salíamos disparados…
El pueblo un día debió de ser precioso, tranquilo, de casas de uno o dos pisos sobre el mar, con un pequeño paseo marítimo, barcas de pescadores… Era un destino de hippies, de buenrollistas. Con algún cafecito sobre la playa para tomar té a la caída del sol. Hoy eso sigue ahí pero por encima de la carretera costera que lo parte en dos ha crecido una verruga en forma de aglomeración de edificios precarios, construidos con ladrillos de cemento cutre, sin acabar, sin pintura… Rápido, rápido y barato, pues de lo que se trata es de intentar alojar a bajo precio a los centenares de surfistas que acuden allí desde Inglaterra o Francia. Y lo logran, pero a cambio parece que el pueblo esté a medio hacer…o a medio deshacer.
Playa, surf o… pasearse. Poco más hay para hacer en la meca marroquí de los mochileros surfistas, así que nos empapamos del ambiente: pizzas por la noche, moto de alquiler por el día para recorrer la costa… todo lleno de rubios y rubias macizos embutidos en neoprenos en busca de las mejores olas del país… Un día, en una de las playas, llegamos a contar más de cien surfistas en el agua. Las olas mueven mucho dinero en este pueblucho. Pero de cervezas, nada, sorprendentemente.
Durante los tres días que anduvimos por allí, nos costó deshacernos de nuestro “amigo” el aparcacoches. Cuando nos veía venía corriendo a ver qué necesitábamos, porque él tenía otro amigo que, claro, nos lo podía proporcionar. “¿Queréis comer barato? Si venís conmigo (y me invitáis, añadimos nosotros) en vez de 10 os cobran 3” nos decía tan ancho. “¿Queréis una moto? ¿Comprar galletas?” Pero no siempre nos ofrecía cosas, otras simplemente se acercaba para saludarnos y comentarnos lo duro de su trabajo. Si le contáramos de los nuestros… aquí todo el mundo también cree que el dinero nos llueve a la cuenta bancaria por arte y gracia divina. El último día hasta esperó al autobús con nosotros para ayudarnos a pararlo (vaya, a extender el brazo como nosotros) para, lógicamente, pedir su comisión al cobrador. Aquí parece que todo funciona así…
Salir de allí tuvo algo de aventura, o más bien, de despropósito. Cometimos el error (el hartazgo de preguntar y confirmar con más personas nos la jugó) de fiarnos del precio que otro “amigo” nos dijo que nos debía costar el trayecto. Así fue que cuando el cobrador del autobús nos intentó hacer pagar el doble de lo que el otro tipo nos dijo y vio que nos negábamos, ordenó pararlo en una cuneta de la carretera y, muy educadamente, nos invitó a bajarnos. La gracia fue doble: una hora perdida esperando en mitad de la nada y, encima, el siguiente autobús que paró nos cobró más que el anterior. Genial. Y tampoco era plan discutir, que por si fuera poco parecía que iba a llover.
Muy interesante lo que contais de Marruecos,,,lástima que tu doña se empezase a poner enferma.
Muchas gracias por el envío.
Abrazos.
Andrés