Entrar en el Sáhara Occidental (con nuestro sello de Marruecos en el pasaporte, eso sí) fue como entrar en el primer mundo. De repente, las ciudades no olían a cloacas ni aguas fecales dificultaban nuestro paso; la basura no estaba en cualquier esquina; al anochecer farolas alumbraban las calles y la gente continuaba de paseo, en mercadillos nocturnos que no perdían intensidad; decenas de tiendas poblaban el centro de las ciudades y el surtido era, en cada una de ellas, como hacía tiempo que no recordábamos. Pero no todo era fantasiland: desaparecieron los puestos callejeros de comistrajos en cualquier esquina; la posibilidad de comprar raciones tan pequeñas como necesitaramos (tan pequeñas como la leche en polvo necesaria para hacerte el café con leche) o la facilidad para tomarte una birra. Estaba claro: ya estábamos en pleno Mahgreb.
La sorpresa al llegar a Dakhla fue mayúscula: una moderna ciudad, bien organizada, activa, viva, limpia. Imáginabamos algo más destartalado y precario pero tardamos pronto en averiguar el porqué: es uno de los mayores puertos pesqueros de la región y eso genera mucho dinero. Si éste se reparte o si los saharauis que aún deben vivir allí ven algo de éste no lo sabemos. Tan solo hablamos con Ahmed, mientras comíamos pescado frito con las manos, ensalada de tomate y lentejas. Hablaba muy bien el español, con un deje italiano (allí vivió 5 años) y quien nos confió su secreto: los países que le gustan son aquellos en los que hay aceitunas, así de sencillo. Aunque no solo conversamos con él, también con Mamadou, un senegalés con quien compartimos viaje desde la frontera mauritana y habitación por la noche. Tuvo la delicadeza de avisar que roncaba y, afortunadamente, teníamos los tapones a mano: no solo roncaba boca arriba, ¡sino también de lado! Un prodigio de la naturaleza.
Poco vimos de la ciudad o de los saharauis: a las 8 estábamos saliendo destino a Laayoune, la gran ciudad de la región. Decenas de kilómetros por un enorme secarral, al igual que el día anterior, con rectas infinitas, a ratos junto al mar, a ratos en mitad de arenas blanquecinas y polvorientos matojos. Me acordaba de las palabras de Khalifa «nuestros país es muy rico, tremendamente» nos decía. Se refería a la pesca, a las minas de fosfatos (las más grandes de todo África)… pero no sé a qué más. Allí no crece ni un árbol ni nada que no sea en invernaderos artificiales.
En el camino, controles como en Mauritania (o sea, desproporcionados, 8 en apenas 400 kilómetros), tan solo por nosotros, los extranjeros. ¿Ocupación? «Profesores» respondíamos, para simplificar las cosas. Cada parada, diez minutos que hacíamos perder al autobús, a tope de pasajeros. La gendarmería y la policía estaban muy interesados en seguir nuestros pasos. Pero allí nadie rechistó, aofrtunadamente. La culpa no era nuestra, estaba claro.
Nueve horas después entrábamos en Laayoune, pasando por un enorme puerto (con seis barcos esperando en la bahía), fábricas, polígonos industriales… Si Dakhla nos impresionó por lo inesperado, aquella ciudad era demasié. Todo edificios nuevos, impecables, enormes avenidas, gente paseando por ellas, comercios a raudales, y restaurantes y cafés a tope (claro que jugaba el Madrid, para alegría de mujeres: los hombres desaparecen de las calles, todos ocupan los bares). Dejamos las mochilas, fuimos a cenar un pollo asado (con patatas fritas y ensalada) y una harira (sopa de legumbres y verduras y… de todo) y pasamos de la victoria del Madrid durmiendo como lirones.
Al día siguiente nuevo madrugón: el autobús destino Sidi Ifni salía pronto. Apenas unas decenas de kilómetros tras dejar la ciudad salíamos del Sáhara Occidental. Nadie nos pidió el pasaporte para entrar en Marruecos, ni aduanas, ni fronteras… Técnicamente ya estábamos en Marruecos, nuestro último país antes de volver a casa… Avanzábamos con una mezcla de alegría por volver a casa a comer bien, dormir, descansar… pero con la cuentra atrás en mente, pensando en que el «se acabó» cada vez estaba más cerca…