Uno que se imaginaba prados verdes y jugosos, yurtas, montañas con picos nevados, nómadas con tradiciones ancestrales, jinetes al galope, viejos fotogénicos… Pues bien, por ahora, todo eso y mucho más sigue en mi imaginación. Porque no sé si decir que Kyrgyzstan me está decepcionando pero, desde luego, no es lo que esperaba.
En los desplazamientos hemos visto, sobre todo, una región (la de Fergana) que no es sino un cruce entre la seca Castilla y la húmeda y montañosa León o Asturias. Como diría mi abuela: ¿Tan lejos me he ido para esto? ¿Para eso, me hubiese quedado? En fin, no es que sea ni bonito ni feo, sino todo lo contrario. En realidad, lo que pasa es que es muy parecido a España. Grandes tierras aradas con cultivos de girasoles o trigo, colinas y montañas, vacas y caballos y muchos melones y sandías (¡ricas!), lo cual no resulta todo lo exótico que el viajero desea ver en cada día del viaje.
Hemos entrado por el sur, desde Tajikistan, directos a Osh, ciudad mundialmente famosa por ser el epicentro de la pasada revuelta kyrgyza (la que puso a este país en la prensa española, por unos días), y que obligó a la huida del antiguo presidente y a la repetición de las elecciones generales (por cierto, ya hechas en Julio y, aparentemente, un éxito de imparcialidad según los observadores internacionales). También tiene buena conexión a internet, hoteles con ducha de agua caliente (todo un lujo, de verdad) y un bazar precioso, caótico y abarrotado: desde herreros a puestos de ropa, de mercados de joyas exclusivamente femeninos a secciones de animales, de gorritos típicos a comidas grasientas; en fin, todo lo que uno espera de un bazar en estos lugares. También algunos restaurantes buenos donde, entre otros, poder comer comida Uygur (la que encontraremos en poco tiempo cuando entremos en China, en la parte más occidental del país). Tallarines y arroz a discreción, of course. Pero poco más, aparte de ser una ciudad de corte soviético, con grandes avenidas y edificios grises. ¿Suerte de la cantidad de árboles verdes?
Seguimos ruta a Jalal Abad, otro sitio mundialmente famoso durante estas pasadas semanas (¡nosotros no vamos a sitios que no tengan pedigree internacional, o sea!), ya que fue en las afueras de esta ciudad donde se instalaron los campos de refugiados uzbekos que huyeron tras la matanza de la policía ocurrida en Andijan, hace un par de meses. Y todavía siguen allí algunos. Pero, ahora, todo está en calma, por lo menos para el turista que se queda allí solo una noche. ¡Para nuestra sorpresa, nuestro hotel vuelve a tener agua caliente! Claro que estamos en la tercera ciudad más importante del país, así que esas modernidades no nos deberían extrañar tanto. La ciudad, en realidad, es otra ciudad más: plaza central enorme, edificios gubernamentales alrededor, bazar animado y algo de ambiente por ser domingo por la tarde (el disco bar del pueblo está abierto, y en los restaurantes hay hasta gente pimplando cerveza y vodka a discreción).
La siguiente parada (por eso hicimos escala en Jalal Abad; no por amor al arte) es el no tan conocido (a nivel nacional sí, que quede claro) Arslanbob, un pueblo en la montaña famoso por sus nueces (que este año no tendrá pues, en la época de fluoración de 5 días, hubo mucha lluvia y el polen no voló; el resto, ¿historia?) y por ser un pueblo totalmente uzbeko en Kyrgyzstan. Aquí, las fronteras las decidieron tras una noche de vodkas, como mínimo; cada día lo tengo más claro. Pueblo tipo Heidi en la montaña, casas en prados verdes, con bonitas vallas y cuidados jardines, debajo de una cadenas de montañas verticales, rocosas y majestuosas, de cuatro mil metros y más. Visitamos un par de cascadas bonitas (una de 80 metros de alto; no es el Salto Ángel, pero no está mal), montamos a caballo; es lo que toca en este país, donde los niños montan a caballo antes que en bicicleta (gracias mamá, por tantas horas de espera mientras yo aprendía a montar cuando era pequeño). Comimos y dormimos súper bien en otra magnifica homestay donde, cual hijos predilectos, nos cebaron non-stop durante dos días. Imposible quejarse. ¡Tenían menú y todo en la casa para poder elegir! (¡En inglés! ¡Estos sí que saben!).
Partimos como llegamos (todo un lujo), en transporte público: ¡Un autobús! (ya casi uno se olvida de que estos existen). Eso sí: el autobús de hace 50 años, lo menos. Sin reformar. Lleno a reventar. Aún así, nos meten. Anna de pie, entre una niña que vomita y un niño meado. Yo en la parte trasera, medio sentado y medio tumbado entre sacos de arroz, harina, y dos sandías que logro (sorprendentemente) no reventar, pues los baches nos hacen saltar constantemente. ¿Dos horas así? Por suerte, la gente se va bajando poco a poco y nos podemos sentar como las personas, en duros asientos hasta nuestro destino: ¡Jalal Abad nuevamente, para cambiar medio de transporte y dirigirnos al Oeste, hacia el centro de Kyrgyzstan, por favor!
Seguimos ruta, esta vez con un taxi compartido (coche que, como su propio nombre indica, cuando tiene 4 pasajeros sale con destino non-stop a la ciudad de interés) por una pista forestal durante 165 kilómetros y nuevamente 5 horas (el numero mágico) a Kazarman. Un puerto de 3000 metros, montañas verdes y los nómadas y sus yurtas que siguen sin aparecer. Kazarman. Llegamos. Pueblo minero (pero de oro) en el que está claro que nada de ese oro se queda aquí. Nos alojamos en el primer homestay con un retrete que no apesta a establo y mierda de acumulada en el agujero durante años. ¿El secreto? Hacer el agujero en el suelo lo más hondo posible. Y sí que funciona (lo digo para el que tenga interés). Como nosotros no tenemos ninguno, salimos zumbando al día siguiente, en otro taxi compartido a Naryn.
Cien kilómetros en tres horas. ¿Esto pinta bien? ¿33km/h de media? Ha sido dura la subida por otra pista forestal (aquí, el tema del asfalto parece que no les va) pero las vistas son preciosas. Foto rápida al valle montañoso, rojizo, de montañas arenosas, secas, limpias y enésimo descanso para echar agua al motor (los Lada son coches duros -Made in Russia- pero, como tienen unos 20 años, se recalientan bastante rápido). La noticia de la semana: por fin la primera yurta. Ya era hora. En el primer pueblo que cruzamos, compramos gasolina en una casa particular (aquí las gasolineras, como en el resto de la región asiática, brillan por su ausencia) y seguimos camino hasta Naryn, en línea recta. Total, trescientos kilómetros en las míticas cinco horas (para variar). Pas mal.
Naryn suena más bonito de lo que es. Su nombre quiere decir soleado. Paradójicamente, para eso existe esta palabra, llevamos dos días aquí con lluvia. La primera en todo el viaje, o más o menos. ¿Pero aqui? Aquí, la tierra de los nómadas, de las yurtas en los lagos montañosos, la mayor zona para excursiones a caballo. ¡¡Por fin!! Precisamente aquí, se pone a llover y parece que no despejará. Las montañas aferran las nubes con firmeza. Nosotros no sabemos qué hacer. Pues aquí tocan excursiones, aire libre, caballos, caminatas, pero llueve y el internet no funciona bien.
Esta ciudad es como todas o peor: una calle principal, un bazar, cinco tiendas, una estación de autobuses y poco más. Ah, dos restaurantes… ¿Que ya hemos visitado? Así que, con resignación y con calma, despolvamos el ajedrez magnético, gasto tinta de bolígrafo escribiendo mi diario y esperamos. Total, estamos de vacaciones, ¿no?
Publicado originalmente el 12 de agosto de 2005.