Tajikistan es un país hecho polvo. La verdad es que nada ayuda. Es la ex-república soviética más remota, más inaccesible, más montañosa de todas. La que más ha sufrido desde que se declaró independiente hace poco más de diez años. Claro que la guerra civil por el poder no ayudó mucho. Solo acabó hace tres años y, todavía, el país se tambalea. Rusia salió del país y lo dejó desnudo, sin ayuda. Aquí no hay dinero para reparar carreteras, ni poner electricidad en los pueblos, ni para reparar el sistema de agua corriente que había antes y que, tras los rusos, se dejó de mantener por falta de dinero.
La gasolina que llega es casi toda adulterada. Los coches se estropean cada dos por tres y nada funciona como lo hacía. El transporte público es casi algo de lo que no se ha oído hablar. Quien se quiere mover sin restricciones tiene que alquilar un coche (jeep) privado y, en el fondo, hay añoranza por los tiempos en que pertenecían al gran bloque ruso, porque entonces había educación, sanidad, infraestructuras… En fin, éste es el país que nos hemos encontrado.
Todo esto se exagera más en la zona de los Pamires, las montañas que ocupan el 47% del país y concentran al 3% de la población. Aquí, las carreteras son meras pistas forestales, los generadores eléctricos no han llegado a los pueblos y el agua se sigue cogiendo de pozos o, en la capital de la región, Khorog, de fuentes en las calles. El agua corriente es un lujo y bañarse una frivolidad. Con cubos de agua caliente nos hemos tenido que lavar durante días. Bueno, cuando hemos tenido suerte.
Después de estar tres días enfermos (yo, sobre todo) en Khorog, tras comer algo malo (segunda caída en dos semanas), partimos con un 4X4 privado a hacer la ruta de los Pamires, uno de los puntos más interesantes, a priori, del viaje, pasando por el Wakhan Valley, recorriendo el río Panj, que delimita la frontera con Afganistán. Allí estaba, a 50 metros, ese país tan «malévolo», tan «peligroso», tan bello, desde este lado. 400 kilómetros a lo largo de la frontera… Ni talibanes ni nada vimos. Qué rollo. Eso sí, desde la carretera (perdón, desde la deteriorada pista forestal), teníamos unas vistas impresionantes de la cordillera Hindu Kursh: montañas de cinco y seis mil metros, nevadas, brutales, espectaculares.
Tardamos tres días en hacer la ruta. Dormimos en pequeños pueblos en el camino, en casas de gente. Homestays, que le llaman: duermes en la casa de la familia, con ellos, si bien en una habitación separada. Súper interesante, porque ves bien cómo vive la gente de verdad. Cómo la mujer es una esclava de la casa. Cómo el padre de familia es el único que come con los invitados, mientras las mujeres preparan la cena, las habitaciones, nos recogen la comida y alucinan, como cuando les pedí que me dejaran hervir un arroz blanco para Anna, que se encontraba mal del estómago. Porque soy hombre y entré en la cocina. Y sabía utilizar un puchero. Y dar vueltas con la cuchara. Aunque yo también flipé, pues nunca había cocinado sobre una cocina con fuego hecho con leña, en pucheros de hierro, ¡es toda otra técnica!
La cena es en el suelo, sobre una mesa de 30 centímetros de alto. En el mismo lugar que, tras cenar, dormimos. Allí no tienen muebles y la misma habitación sirve para comer, dormir, estar, jugar, leer… El único mueble: un armario para guardar la vajilla, algunas fotos y algún pequeño objeto de valor. Sirve para ver la sencillez y pobreza de la vida en ese lugar. Que sigue una vida de subsistencia, realmente. Los $7-8 dólares que pagamos por persona son un gran aporte para esas familias. Que estamos en pueblos de mil, dos mil habitantes, donde no hay ni un restaurantito. Ni bar. Un escaso supermercado tiene lo básico, más básico, para comprar. Donde los médicos no tienen ni jeringuillas para utilizar cuando un turista tiene fiebre alta y necesita una inyección para bajarla (suerte que nosotros viajamos con ellas).
Así viven y así lo vimos. Aunque disfrutamos enormemente de su hospitalidad, amabilidad, esfuerzos por agradarnos y complacernos en la medida de lo posible, con lo poco que tenían. Como cuando mataron la única gallina que tenían para hacernos un caldo de pollo y patatas (aunque luego estuviese dura y huesuda como pocas). Como cuando la única lámpara de aceite nos la dejaron a nosotros para poder ver algo en la habitación (aunque veíamos más con nuestras linternas).
Publicado originalmente el 27 de julio de 2005.