¿Y tú que harías si te dan la opción: 25 horas de coche para recorrer 580 kilómetros, o una hora de avión, volando entre las montañas, rozando los picos con el ala y aterrizando en el valle, donde parece que no hay sitio?
Pues va y nosotros tomamos la segunda. Y lo que costó… Parece fácil comprar un billete de avión, ¿no? Vas al aeropuerto, a una taquilla, dices tu destino, pagas y te vas con tu billete a casita a esperar, al día siguiente, el vuelo.
Aquí, obviamente, no podía funcionar así. Para empezar, porque el vuelo Dushanbe – Khorog se decide, día a día, el volar o no. Depende del tiempo. Volamos entre montañas, entre valles, entre picos de 6000 metros. A cualquier viento malo o nube rebelde, el avión no despega. Lo que es peor: si estiman que el número de viajeros de regreso no es el suficiente para llenarlo, no volará… ¡A no ser que todos los viajeros que deseen el vuelo de ida compren un ida y vuelta, con lo cual el vuelo se amortiza! Resultado: los billetes se venden el mismo día. Buen sistema, ¿no?
Muy fácil hubiese sido dar números a los que llegan antes (a partir de las 6 de la mañana, a la vez que nosotros, llegaba la gente) para organizar un poco. Pero no. Esto es Tajikistan. Aquí, quien más empuje se lleva el billete. A no ser que pase un pasaporte con un dinerito dentro para facilitar las cosas. AsÍ va todo aquí. Bueno, cuando hay un tumulto de 30-40 personas peleando por el billete, pasando pasaportes con dinerito y demás, gritando en ruso o tajiko, los últimos que se llevan el billete son los incautos turistas. Así que el primer vuelo sale a las 7 y nos quedamos en tierra.
Pero el que la sigue, la consigue. Hay rumores de otro vuelo. Esperamos 3 horas a la confirmación. Mientras todos nos agolpábamos en la caja número 5, Anna se paseó por la 4, donde una amable azafata, apiadándose de nosotros, nos vendió el billete… a nosotros dos, y solo quedaban dos más. Según nos pareció entender, en ruso, 6 horas y lo conseguimos. Tenemos nuestros billetes (para el día siguiente) y lo mejor de todo: sin saber ni cómo ni por qué. Al igual que toda la mañana, que no nos enteramos de nada.
El check in, al día siguiente, absolutamente igual. Nada de una cola ordenada ni cosas así; hubiese sido demasiado fácil. Empellones, empujones, a ver quién pasa el billete antes, a ver quién pesa la maleta primero, a ver quién grita más (eso, desde luego, la azafata, que por poco no pega a un cliente. ¡La vieja escuela rusa!). Hay dos aviones, resulta. Embarcamos después de dos horas de empellones, en el segundo. Parece que no hay overbooking. Increíble, pero cierto. 32 plazas en un Yak 40. Sí, sí, un Yak 40. Como para ser español y estar tranquilo volando en ese avión.
Pero vuela alto y bien. Poco a poco, vamos llegando a las montañas. A la derecha, el Hindu Kursh (y Afganistán). A la izquierda, los Pamires (Tajikistan). Pasamos entre picos de cinco y seis mil metros, nevados, congelados, pelados. Alguna aldea se ve a lo lejos, y ríos furiosos por los valles. El verde da paso a las montañas peladas, desérticas, características de la zona. Colores rojizos y grisáceos. Y mucha nieve en los picos. Nieves perpetuas, claro, porque si en agosto no se han derretido todavía…
El aterrizaje es lo prometido: entre picos, a lo largo del valle, rozando en algún giro con el ala la montaña (sin exagerar mucho, la verdad) y entramos poco a poco, siguiendo el lecho del río, hasta aterrizar en una pista improvisada en la orilla de éste, sorprendentemente. Respiramos tranquilos (yo, por lo menos) pues, tras dos días de luchas, y esperas, y tensión, y poco sueño, llegamos a nuestro destino: Khorog, para emprender el cruce de los Pamires, esta vez por tierra.
Publicado originalmente el 22 de julio de 2005.