Queridos amigos,
Frente a lo que muchos de vosotros pensáis, el hecho de estar viajando no implica necesariamente que estoy de vacaciones placenteras y relajantes. Por lo menos, no con la idílica (?) imagen del turista al borde de la piscina en la tumbona con su mojito en la mano.
Frente a esta imagen de relax, placer, sencillez, facilidad y fluidez en mis recorridos (que yo tal vez haya alimentado por mis crónicas pasadas), rompo una lanza en mi favor para afirmar, sin dejar lugar a dudas, que este viaje está siendo jodido, en una palabra, y lo que queda por delante, si no me equivoco, aun lo parece más (y no, no tengo aspiraciones a una nominación a santo). En ningún momento lo que ahora relataré pretende implicar que no esté disfrutando enormemente de este viaje y de lo mucho que aún me queda por delante.
Empecemos con los visados. Primera prueba a superar: que le dejen a uno entrar en el país que desea visitar, en el que el viajero quiere dejarse los dólares. Aparte del coste económico de cada visado (entre 75 y 100 dólares por unidad), varios de los países (Irán, Tajikistán), además, piden carta de invitación de una agencia local de turismo, con lo que, aparte del coste extra (aproximadamente 50 dólares), está el coste e incertidumbre de la búsqueda. «¿Me fío de esta empresa de Tajikistán que me pide el dinero por anticipado y que ni siquiera sé si me va a conseguir el visado?».
Otros países (Turkmenistán) no reciben bien a los viajeros independientes. Para sacar un visado de turismo, obligan al turista a ir acompañado 24 horas de un guía local durante la estancia en el país (¿Para que no fisgue demasiado? ¿Para que no hable con la gente?). Por suerte (?), se puede pedir un visado de tránsito (por el largo periodo de 5 días), el cual permite ir sin acompañar y hacer el recorrido que se quiera (o se pueda) por el país. Eso sí: otros 51 dólares, por favor, por el visadito.
Cuando ya tenemos los visados y entras en el país es, en realidad, cuando los obstáculos empiezan de verdad. Generalmente, a la gente local le encanta que visites su país y, en la mayoría de los casos, se muestran perplejos de que lo hagas, preguntándose qué nos motiva el venir de tan lejos para estar allí, entre ellos, pero siempre muy colaboradores. Son las autoridades, encarnadas en la policía, las que generalmente están más susceptibles y dispuestas a molestar en cualquier momento. En cualquier caso, los he vivido desde pasotas (Irán) a paranoicos (Turkmenistán) e inquietos (Uzbekistán), con lo que el humilde viajero pasa a ser considerado como potencial espía en todos aquellos lugares no turísticos que visita (casualmente, aquellos en los que me gusta meterme).
Posteriormente, empiezan los obstáculos idiomáticos y las dificultades prácticas. Si en España poca gente habla inglés, en estos países encontrar a alguien que lo haga es como buscar una aguja en un pajar. Comunicarse en español (o en inglés, que para el caso da igual) con gente que, como mucho, habla farsi o ruso, no es del todo fácil, como os podréis imaginar. Y cuando estás perdido, o quieres comprar una tirita, o cuando tienes hambre, o necesitas saber si era rojo o azul el autobús que tenías que coger para volver a tu hotel, pues entonces es cuando la «diversión» empieza. Pero no hay que preocuparse, siempre hay gente que habla inglés: los taxistas (para timarte), los policías (para interrogarte) y algún local que, mira por dónde, en los peores momentos, en los más jodidos, cuando estás a punto de tirar la toalla, siempre aparece para echar una mano y salir adelante.
Es más «divertido» todo cuando ya no solo no puedes entender lo que la gente dice sino que, además, no puedes leerlo. Como Irán, escrito en farsi (parecido al árabe), en el cual ni los números son identificables. O como en Uzbekistán que, en su transición hacia el desarrollo de su identidad, ha decidido utilizar la escritura cirílica (como la rusa) para escribir su idioma. Nada, todo facilidades para el turista europeo.
A todo esto, además, hay que sumarle que, como buenos turistas que somos, el intento de timo es prácticamente constante. Desde una coca-cola a un taxi, a unas galletas, a un souvenir, a un hotel, a un remiendo en una camisa… Aquí, los precios son todo menos fijos y, desde luego, nunca tan bajos como para no salir perdiendo. Lo importante se centra en luchar para perder lo menos posible. Regatear es fundamental hasta para las cosas mas básicas y, por supuesto, estar encima de todas las sumas y desgloses de cuenta está a la orden del día. No hay tiempo para el descuido. No se puede bajar la guardia. Lo peor es que uno no siempre está de humor, o con las fuerzas suficientes, o con ganas, así que siempre nos la acaban metiendo.
Tampoco se puede bajar la guardia con qué se come, por ejemplo. Qué fácil y naïf es pensar que se puede comer lo que quieras, cuando quieras y donde quieras. Las diferencias culturales hacen que comer sea todo un reto. Salvo en Turquía (ese paraíso astronómico), los niveles de pobreza de la gente hacen que apenas se salga a comer o cenar, con lo que la escasez de restaurantes es significativa. En Irán, Turkmenistán o Uzbekistán, encontrar un restaurante es todo un logro, si bien lo increíble está aún por llegar. Una vez encontrado, el que tengan carta es un milagro. El que la tengan en inglés es ya el summum. Pero el que tengan cosas disponibles de la carta que uno pueda reconocer e identificar es poco menos que ganar la lotería.
Suerte que comen pan, sopa, agua, té y kebabs (dieta básica diaria de todo buen turista por estos países), así que siempre algo hay para comer, pero como a la tercera noche de repetir el mismo festín, como que uno ya se cansa. Cuando por fin consigues un restaurante BUENO y caro, donde tienen de todo, te confías porque está limpio, pides ensaladas y cosas crudas, y disfrutas de ello y lo bueno que estaba pero, al día siguiente y al otro, estás con una diarrea digna, tumbado en la cama del hotel todo el día… ese día te acuerdas del arrocito de tu mamá y lo fácil que es comer bien en tu país.
Con la comida como ejemplo, otras cosas como internet o teléfonos no son lujos; son cosas extrañas, tesoros que se encuentran rara vez al alcance del conocimiento y del turista. «Nada, nada, si tengo algún problema ya llamo por teléfono». Esa frase tan típica (en España), aquí poco menos que futurista, poco menos que irreal. Que fácil resulta decirlo. Sin cabinas en las calles, sin más que una central de teléfonos por ciudad. E internet…
También, el hecho de viajar sin parar apenas en los lugares, cambiando cada dos o tres noches, como mucho, de hotel, durmiendo en camas diferentes, en lugares diferentes, en ciudades diferentes, obliga a una constante necesidad de adaptación, re-situación y orientación. Es un trabajo asiduo que el viajero se ve obligado a afrontar constantemente y que, la verdad, cansa bastante. Especialmente si uno lo tiene que hacer por su propia cuenta, cuando es el caso. Qué bonito es ver a todos esos grupos de turistas llevados de la mano (figuradamente) hasta para ir al baño, de hotel en hotel en autobús, con la comida esperando en la mesa y los souvenirs, el único contacto con el mundo real que tienen.
Por último, y ya paro de quejarme y de recordaros lo cansado que es estar de vacaciones sin tener que fichar cada día en la oficina (¡golpe bajo, perdón!), una de las cosas más duras son los transportes, el ir a las estaciones, luchar por viajar, por comprar un billete con el destino, hora, día y precio que tú quieres. Luego, el soportar la informalidad, la irregularidad, los intentos de timo y sobre cargos, la dejadez a todos los niveles, estar horas en el autobús, taxi o tren, soportar calores, rupturas, apretujones, olores y sudores. ¡En fin, la sal de la vida y el día a día del viajero!
Todas estas cosas son la contrapartida de todas esas otras: cosas bellas que uno ve, vive y siente, de todos esos momentos en los que uno se olvida de los problemas y dificultades vividas, y no se cambiaría uno de lugar por nada en el mundo. Por toda esa amable y sencilla gente conocida que, de vez en cuando, voy relatando en mis crónicas.
Sirvan estas líneas, pues (me he enrollado un tanto, lo siento), para afirmar que, sin duda, viajar es algo muy bello y que estoy disfrutando mucho con ello pero que, según qué países, es una experiencia cansada, abrumadora en ocasiones y que le hace a uno necesario el recalcar todos los puntos positivos de ésta para poder tomar carrerilla, saltar los inconvenientes y seguir adelante disfrutando del viaje, con todo lo bueno y malo que éste pueda traer.
¡Un abrazo!
Pablo
P.S.:
- No viajo con ordenador portátil. Sería poco menos que de locos. Por espacio, por seguridad, por peso, por conexión… Mis crónicas son escritas in situ, cuando logro tener una conexión con internet, normalmente rodeado de decenas de niños gritando y saltando en sus sillas del ordenador jugando a videojuegos de destrucción masiva.
- No tengo cámara digital. Las fotos que publico me las han sacado colegas viajeros y yo las cuelgo o las busco en internet y me adueño de ellas, para que os hagáis una mejor idea de la crónica (esto último son el 99% de todas).
- Adjunto dos fotos mías para que veáis lo bien que sigo, ahora con (si no me equivoco) 5 kilos menos que al salir de Madrid… ¡y con mi barba! Ahí sigo yo con ella. (¡Gracias a Edwin e Inti por las fotos!)