Una de las cosas que se remarcan de Irán es la hospitalidad de sus gentes hacia el viajero, aunque yo, como muchas otras personas, al entrar en el país lo hice con una mezcla negativa de prejuicios, desconocimiento y precaución ante la supuestamente desinteresada amabilidad que los lugareños que me iban a ofrecer.
Pero también pensé que si uno se cierra en banda a dicha hospitalidad, o mejor dicho, a la posibilidad de recibirla, ésta nunca aparecerá. Y como tampoco es plan estar en un país hospitalario con una actitud no receptiva, decidí poco a poco ir cogiendo confianza y abriéndome a la gente, escuchando sus ofrecimientos, pero precavido como siempre.
Inicialmente, los primeros días la hospitalidad se reducía a tomar unos tés con el zapatero al que uno paraba a ver como trabajaba; o con el panadero que duro laboraba; o, por supuesto, con el vendedor de alfombras, que es el más hospitalario y amigo de todos, en todas las culturas.
Teherán parecía el lugar menos indicado para ser hospitalario por eso de ser una gran ciudad, pero durante el primer día parecía que la tónica general del país se mantenía. La gente te para por la calle a preguntar de dónde eres, que haces, qué piensas del país, del Islam, de qué equipo de fútbol eres, que si tómate un té conmigo y mi amigo el peluquero, yo que sé, esas cosas.
Así que cuando llegó una invitación un poco mas seria, no me sorprendió tanto, pero me dejó un poco indeciso.
Iba yo en el taxi compartido de regreso de la embajada de Turkmenistán, y mi destino era la última parada. Poco a poco el resto de viajeros bajaron en sus paradas (o bueno, donde les daba la gana) hasta que me quede con el conductor. Parecía joven y buena persona, y empezó a hablar conmigo, en un inglés, digamos, un poco escaso. Que de dónde era, qué hacia, que si él normalmente no era taxista, que si tal y cual… tal era su amabilidad que quiso compartir con su padre mi conocimiento porque él hablaba mejor inglés que él según me dijo. Y efectivamente, el padre podía encadenar dos frases seguidas más o menos inteligibles.
No tardó en ofrecerse: «Vente a cenar con nosotros». Como era mi primera vez aceptando un ofrecimiento de esa manera, me tranquilizó bastante su planteamiento al sugerir que fuésemos a un restaurante. «Así no habrá problemas» pensé «estaremos en un lugar público». Pero como aún estaba reticente le pedí su teléfono y le dije que ese día me venía mal y que ya le llamaría.
Eso hice. A los dos días hable con él y me dijo que me pasaban a buscar a las 8 por mi hotel.
Vino con el joven conductor y con el hermano de éste, ambos los mayores de 4 hermanos, según me dijeron. El trayecto hasta el restaurante fue ameno porque hablamos de nuestras familias, del país, de la gente, de los viajes… De repente llegamos. Y me di cuenta donde íbamos… Al ¡Hotel Intercontinental!, uno de los mejores de la ciudad… Y no a un restaurante cualquiera sino a uno en el piso 25, con vistas deslumbrantes… porque eso parecía que era lo que quería, deslumbrarme y agasajarme.
(Nota: el restaurante era chino. Ya podían haber elegido un buen iraní. En fin, supongo que quería enseñarme que era hombre de mundo y Teherán una ciudad cosmopolita).
Nos sentamos y según encargó la comida el tema de conversación trivial cambió un poco de tema… me empezó a hablar de él, de cómo vivió en Marruecos 3 meses y en Japón 2 años, de que ahora es un empresario al que le van bien las cosas con sus negocios de compraventa de pisos (aquí también es un buen negocio…), de como le gusta Europa (me lo va a pedir)… y de que, mira por donde, el país que más le gustaría conocer es España. Pero no para ver los partidos de fútbol, sino para visitar… (me lo va a pedir…) y entonces me comenta que para los iraníes no es fácil obtener un visado, que para los europeos sí porque no tienen que ser invitados (ahí ahí… seguro que me lo pide) pero que para los iraníes, desgraciadamente, las autoridades entre otras cosas piden que sean invitados por alguna empresa o persona en España… y que le gustaría mucho si yo pudiese ayudarle con esta carta para poder ir con su hijo un mes de vacaciones a nuestro país (lo sabía. Me lo pidió…).
La situación entonces se volvió algo incómoda, por lo menos para mí, porque lo que parecía ser una cena de hospitalidad parecía una cena de «negocios», con un próposito claro (para él). Por un lado piensas que, efectivamente, es muy injusto que a nosotros no se nos pida apenas nada para obtener una visa de turismo para visitar muchos países; y que por otro lado la inversa no funciona, pidiéndoles siempre papeles, registros, información privada y por último una carta de invitación personal… Piensas en lo injusto que es que algo artificial como las fronteras impida viajar libremente a la gente, sobre todo en una dirección normalmente. Pero por otro lado lo que ese señor estaba haciendo era regalarme una buena cena para que no pudiese rechazar dicha solicitud.
Salí como pude de la situación dando largas, pero con la decisión tomada, sintiéndolo mucho, de no poder ayudarle. No conozco las implicaciones que dicha carta pudiera tener sobre mi persona, pero, en ese momento no me pareció prudente mojarme por una persona que no conocía de nada, si acaso desde hacía una hora, durante esa cena, que además ha sido preparada y premeditada para eso, no como símbolo de hospitalidad desinteresada.
Prometí, al ser devuelto a mi hotel, llamarle al día siguiente para ver si podía ir a la embajada con él al día siguiente. Le llamé pero simplemente para darle las gracias por la cena exquisita de la noche anterior (que se me atragantó) y para decirle que me iba de la ciudad en unas horas (como tenía previsto) con destino a otra ciudad. Yo creo que él entendió el mensaje y yo me quedé tranquilo, si bien pensando en lo injusto de un mundo que dificulta viajar a gente por algo tan arbitrario como su nacionalidad.
Siempre me queda la duda en estos casos… ¿tú que habrías hecho? O, en esas situaciones ¿tú que haces?
(Escrito el de 2005)
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